Carlos García (Hamburg)
[carlos.garcia-hh@t-online.de]
Reseña de: El caudillo, por Jorge Guillermo Borges (1921)
[La
versión original de este texto inédito es de 1996. Formaba parte de un trabajo
de mayor extensión: “Examen de la obra de Jorge Guillermo Borges”. Debía
aparecer en un volumen titulado Vida y
obra de Jorge Guillermo Borges, escrito en conjunto con Alejandro Vaccaro,
encargado del aspecto biográfico. Por razones ajenas a mi voluntad, ese
volumen nunca fue publicado, aunque estaba listo para la imprenta y hasta se lo
anunció en 1998. La presente versión es de julio de 2020.]
La cumbre de la obra
de Borges padre es, tanto por su extensión como por su calidad, la novela El Caudillo, aparecida en 1921, como
uno de los últimos libros impresos en la tradicional y prestigiosa editorial
Guasp, de Palma de Mallorca. La edición se hizo a costa del autor: 500
ejemplares de 195 páginas numeradas.
El malentendido se ha
ensañado con este libro. Atribuído a Jorge Luis en algún distraído repertorio
bibliográfico, fue mistificado por otros autores como imposible de encontrar,
y hasta hubo quien inventara reediciones fantasmas. La realidad es, en este caso,
menos inventiva, menos dramática, y se deja resumir en pocos renglones:
La primera edición
(la única en vida del autor) apareció hacia comienzos de enero de 1921.
Ejemplares de la princeps se encuentran
en bibliotecas palmesanas y estadounidenses (en la “Alderman Library”, de
Virginia, por ejemplo). Apenas hubo reseñas contemporáneas (solo conozco
dos, abajo reproducidas). La primera y única reedición, a cargo de Alicia
Jurado, tuvo lugar en octubre de 1989.
Al abandonar Mallorca
poco después de la aparición de la novela, Borges transportó la mayoría de los
ejemplares a Buenos Aires, para repartirlos entre familiares y amigos (Autobiografía, 52).
Borges parece haber
hecho llegar, por intermedio de su hijo, un ejemplar de la novela a Guillermo
de Torre, asiduo corresponsal y visitante de la familia. Tal sugiere la
temprana glosa aparecida poco después en la revista madrileña Cosmópolis (n° 27, marzo de 1921), de la
cual Torre era secretario de redacción.[1] Es
plausible, asimismo, que Borges remitiera ejemplares a los antiguos contertulios
sevillanos con quienes departiera sobre literatura y filosofía hacia fines
de 1919: Adriano del Valle, Isaac del Vando-Villar, Forcada Cabanellas y algún
otro.[2]
Al hablar del libro,
y como si quisiera escamotear referencias al contenido o juicios sobre la
calidad, Jorge Luis gustaba repetir que los impresores, tomándolo por un
error del manuscrito, habían cambiado “Paraná” en “Panamá” cada vez que el
término aparecía (Autobiografía, 52).
Ya Rodríguez Monegal (Borges. Una
biografía literaria) y Vaccaro (Georgie,
126) dejaron constancia acerca del malentendido: en realidad, la errata “Paramá”
por “Paraná” aparece una sola vez.
El tema “erratas”
juega también un papel preponderante en la reseña que del libro hiciera en
marzo de 1923 Roberto A. Ortelli, amigo de Jorge Luis, colaborador y administrador
de Nosotros, y uno de los fundadores
de la revista Inicial.[3]
La novela (que cito de
aquí en más según la edición de Alicia Jurado, 1989, mencionando apenas la
página) consta de XXI capítulos, y comienza con el relato de una leyenda
india, titulada “Motivo liminar” (25-27), cuya conexión con el resto del libro
no se reconoce de inmediato. Volveré sobre este aspecto.
La historia de El Caudillo, ubicada en la década del
setenta del siglo XIX, es contada en tercera persona por un narrador omnisciente,
que introduce de vez en cuando reflexiones sobre el estado de la sociedad,
sobre las intrigas políticas de la provincia, sobre la escuela y la educación,
sobre el amor, el tiempo y la mujer.
La figura del título,
Don Andrés Tavares, nacido “para el mando” (32), es un pequeño dictador local
en un paraje de la provincia de Entre Ríos, que ejerce su dominio económico
y su despótica voluntad sobre algunos lugareños y, en especial, sobre su
familia.
A esta pertenecen su
esposa, Doña Clara, con la que nunca se entendió bien en el cuarto de siglo
que llevan de matrimonio, un hijo de igual nombre que él, pero incapaz de ocupar
su lugar, tres hijas, entre las cuales destaca la mayor, llamada Marisabel, y
la prima Carlota, que visita asiduamente la estancia. Propensa al éxtasis religioso
(59) y a una terca obediencia, que no halla eco en su interior, Marisabel es
la única con el temple necesario para hacer frente al Caudillo (57):
Desde muy niña supo Marisabel callar y contenerse. A
los efectos de la disciplina doméstica, rigurosa tan solo cuando el padre
presidía la mesa, su aparente conformidad era todo lo necesario. Sus faltas
no se agravaron nunca con confesiones inútiles; ni discutió jamás la justicia
del castigo. Las más severas reprimendas solo arrancaron de ella un sí
papá, un sí mamá. No aprendió nunca a inclinar su voluntad o su espíritu
ante la voluntad o el espíritu de sus mayores.
Esa tenacidad saldrá
a relucir con toda su fuerza en la segunda mitad de la novela, y hará de Marisabel
la verdadera heroína del libro.
Don Andrés, para
hacer valer su autoridad, no teme aplicar de vez en cuando la violencia. En uno
de esos accesos, propina un rebencazo en la cabeza a uno de sus hombres,
haciéndolo sangrar (54). Por un lado, porque el Paraguayo, “tipo del gaucho
malo, guapo y pendenciero, hábil en el manejo de las armas”, ha cometido
algún desacato, pero también para impresionar a su visitante. Se nos da a
entender, además, que el Caudillo ha estado involucrado, si bien indirectamente,
en el asesinato de Urquiza (33).
Otras figuras rodean
a Don Andrés: un insidioso “viejo cura de San Felipe” (31), representantes del
antiguo orden político y castrense, como el “Comandante militar”, de la
corrupta administración, como el “Juez de Paz” (39), o del progreso técnico,
como El Gringo, un emprendedor judío procedente del norte de Italia. Este
logra el apoyo del Caudillo para construir un puente, que cumplirá un papel
importante como símbolo. (En la lectura biográfica de la novela, este “Gringo”
es considerado como trasunto de un antepasado de Borges.)
Las tranquilas
evoluciones de esas vidas, ocupadas mayormente en intrigas políticas y
mercantiles, se ven desordenadas al hacer su aparición Carlos Dubois, un
fracasado estudiante de Derecho (35, 46), hijo del Francés, un hombre enfermo
que había vivido en el pago, pero que se había trasladado años antes a la
capital. Su esposa, la madre de Carlos, la única de la familia con agallas
equivalentes a las del Caudillo, ha muerto hace tiempo. (Jurado considera a
este personaje fugaz, de quien solo se habla in absentiae, un trasunto de Fanny Haslam, madre de Jorge
Guillermo Borges). Su hijo Carlos abandonó los odiados estudios jurídicos, y
se dedicó, tanto en Buenos Aires como en París, a aprender a vivir. Por
cierto, los modales que trae de la capital no son bien vistos por la madre
de Marisabel.
Tampoco al Caudillo le
cae bien Dubois, menos por sus modales que por otra clase de razones, más
prosaicas: la estancia de los Dubois, enclavada en medio de sus posesiones,
es la única que se interpone entre sus ojos y el horizonte (31). Si adhiere a
la crítica a los porteños que hacen sus contertulios, es menos por provincianismo
que por afán de dominio, y porque el hombre de acción que él es siente un desprecio
casi instintivo por el tipo meditabundo representado por Carlos.
Dubois, por su parte,
ha dejado en la capital a su padre enfermo y a Lina, su novia, pero ha traído
varios libros que amortiguan su soledad y le atraen la admiración del hijo
del Caudillo (hay entre ellos un leve asomo de interés homoerótico, no
desarrollado). Entre los libros figuran: el diccionario filosófico de Voltaire
(65, 104), tres tomos del Larousse, “la más útil de las enciclopedias”,[4]
Manon Lescaut de Prévost, “obras
históricas de Thiers[5] y
un volumen suelto de los versos de Musset” (65), otro con poemas de Espronceda
(104), Los Miserables, de Víctor Hugo
(65, 104), Graciela, de Lamartine
(104), Flaubert (104) y Montaigne (128), a quien lleva siempre en el bolsillo
(66), según ya era uso en la época de Quevedo. También el “zorro viejo y
maldiciente” Schopenhauer es mencionado (64).
Aparte de la literatura,
que incluía algunas novelas no enumeradas explícitamente, Dubois ha
traido “libros de estudio y un grueso tratado de Agricultura” (65). Todo
ello, junto al violín que no toca y una escopeta de dos caños, que no usará ni
siquiera en el momento preciso (152), muestra a Dubois como un carácter
manso, agradable, aunque algo débil. Su intención es ocuparse de la finca,
construir galpones, establecer un saladero y curtiembre (36), tal como su
padre lo ordenara. Al entorno de Dubois pertenecen el honrado capataz Simón y
su familia.
La llegada de una
carta del padre, que perdona a Carlos y lo llama a su lecho de enfermo, desencadena
superficialmente el desastre. Dubois decide regresar a la capital;
Marisabel, la hija del Caudillo, descubre entonces que lo ama. Se encarga de
encontrarlo oportunamente y confesarle su pasión (110-111). Carlos, elegante
y cobarde, intenta evadir esos sentimientos que sabe peligrosos, pero termina
por ceder a ellos tras una noche de tormenta en que el río arrasa el puente
del Gringo (141).
El Caudillo no puede
dejar sin castigo esa ofensa, y envía a sus sicarios a matar a Dubois, delante
de su hija. Marisabel incita a Dubois a defenderse usando la escopeta, que
le pone entre manos (“De los dos, suyo el espíritu más fuerte”), pero este no
acepta. “Una y diez veces las dagas se hundieron en su cuerpo” (152). El
Caudillo desconoce de ahí en más a su hija, y se marcha con su gente, a otra de
sus aventuras político-militares, quizás la última, según sugiere el dejo de
vencida amargura con que concluye la novela, final entorpecido por el leísmo usual en el entorno español en
que trabajaba Borges (153): “De un salto estuvo a caballo, sus hombres le
seguían, las armas brillando al sol, rumbo al sacrificio estéril, a la causa
perdida.”
Recién entonces se
termina de comprender el mensaje del “Motivo liminar”, al cual había
prometido retornar. Se cuenta allí la leyenda de un joven indio, quien, para
obtener el amor de la hermosa hija del cacique, se interna en la prohibida
comarca de Yrisunday, tremendo yacaré divino, y lo ultima (26-27):
La fiesta de sus bodas prolongóse por muchas lunas.
Pero los dioses no mueren, ni olvidan, ni perdonan,
son inmortales, rencorosos y crueles.
El espíritu de Yrisunday corrió por el cauce del
arroyo y las aguas le siguieron en loca turbulencia. Los campos se inundaron,
se perdieron los maizales. Se ahogaron los ganados. La furia del dios
alcanzó al cazador, su mujer y su raza.
El crimen de la
leyenda indígena sirve como analogía del de Marisabel y Carlos. Estos han
infringido leyes inviolables, y por eso deben pagar las consecuencias. En ambos
casos es la mujer quien desencadena directa o indirectamente la falta y la
tragedia. Hay aquí mucha escoria mítica, resabios bíblicos, y más moralina de
la que hoy se considera de buen tono o siquiera soportable.
Jorge Luis Borges
gustaba definir a su padre como “anarquista spenceriano”. Es difícil
imaginar qué haya querido decir con esa teratológica definición.[6]
A decir verdad, el autor de El Caudillo
era apenas un señor argentino del siglo XIX. Para mostrarlo, basta con citar
algunos de los pasajes en que se refleja su imagen de la mujer. Escojo dos,
entre muchos posibles:
El amor de las mujeres, grande en su egoísmo, terrible
en su sacrificio, sobrepasa el entendimiento humano. Es una fuerza elemental
y primitiva como el agua, el aire o la tierra. Es anterior al ser. Es inexplicable
y misterioso como el dolor y la muerte. (110)
Hay un fatalismo en la desgracia que la mujer acepta,
quieta, dócilmente, sobre todo cuando es provocada por los hondos misterios
de su sexo, por el llamado de la raza. (112)
Eso es algo peor que
mala literatura: es, lisa y llanamente, fruto de una inteligencia defectuosa,
si bien se trata de opiniones bastante comunes en la época, y aún hoy, por
desgracia, no del todo erradicadas. Borges padre abundará en esos errores en
su otro libro, La Senda.[7]
Decenios antes, Macedonio Fernández, compañero de estudios y amigo del Dr.
Borges, había defendido en su tesis de doctorado (De las personas, 1897) una versión más progresista del rol de la
mujer.
El autor, por lo
demás, es menos perspicaz que alguno de sus personajes. Marisabel misma, sin
ser aún feminista, tiene una visión del mundo que podría haberla llevado a
ello, si hubiera sacado las consecuencias de lo que percibía a su alrededor
(88):
Ustedes los hombres tienen sobre
nosotras las muchachas una gran ventaja. Hacen más o menos lo que quieren,
nosotras vivimos contenidas, retadas, ordenadas. Como la casa y los muebles
tenemos un lugar fijo. Su tono no traducía una protesta, constataba un hecho.
El mundo era así. Así estaba construido.
El pasaje referido a
la escuela es quizás más idóneo para advertir el “anarquismo” de Borges.
Transcribo dos párrafos, que muestran por qué Jorge Guillermo no envió sus
hijos al colegio desde temprano:
La escuela fue en su caso un error, no tanto por lo
que en ella aprendiese o dejase de aprender,
sino más bien por la mala influencia que tuvo en su carácter. Entonces como
ahora las escuelas eran malas, tendían a deformar y no a formar los caracteres.
La noción de que la escuela debe prepararnos para la vida es excelente si la
vida no ha de ser más que una noble emulación y el ejercicio de virtudes
altruístas en un mundo de hombres libres y hermanos. Pero es nefasta cuando la
sociedad es lo que es, mezcla de cuartel y fábrica, explotación de los más
por los menos, clases y castas y la deificación del éxito. Su espíritu delicado,
soñador y rebelde supo entonces lo que puede ser el freno de innecesarias
disciplinas, el respeto que exigen los principios casi sagrados de autoridad y
de orden. Como muchos otros espíritus buenos fue en el colegio donde aprendió
a mentir, a tener miedo y a fastidiarse. (44)
Vino entonces el Colegio Nacional. Días absurdos,
profesores pedantes o grotescos. Sus compañeros le molestaban. Algo
tenía distinto a los demás: exceso de sensibilidad. Una conciencia demasiado
aguda de sí mismo. Sufrió mucho tonta e innecesariamente. (45)
(A estas opiniones
críticas debe contraponerse la visión idílica de la enseñanza que figura en
página 42.)
Hay en la novela
párrafos equivalentes acerca del Derecho y de la Política, que reflejan
opiniones que el Dr. Borges explayó en sus notas de La senda.
La novela tiene, a
pesar de las gaffes aducidas,
algunos pasajes bien logrados, siquiera dentro del marco elegido. La escasa
crítica de la época elogió ya la fuerza y sensibilidad con que se relata el
encuentro físico entre Marisabel y Carlos (146-149). Ese relato parece hoy
menos logrado, pero para su época fue por igual delicado y audaz (siquiera con
la audacia que podía encontrarse en la literatura tardomodernista). Molesta en
él la idealización que se hace de los sexos y su postulada misión, pero logra
transmitir algo de esa fuerza ciega y ascendente que hay en la pasión erótica.
Otro pasaje logrado,
que no he visto resaltado hasta ahora, es el relato de un sueño de Carlos
Dubois (96). La mayor parte de las novelas, aun las modernas, que se valen de
sueños para transmitir al lector ciertos mensajes, demuestran que sus autores
desconocen las difíciles reglas oníricas (véase, por ejemplo, lo esquemáticos
que son los sueños en La insoportable
levedad del ser, de Milan Kundera). Si bien sus metáforas son “de época”,
Borges logró condensar en esa página el estado anímico de Dubois, y el
conflicto en que este se debate, en una anécdota literariamente plausible.
Un último aspecto
retiene mi atención. En su Autobiografía
(52), Jorge Luis asevera haber ayudado a su padre en la redacción de la
novela:
Creo haberle proporcionado algunas malas metáforas tomadas
de los expresionistas alemanes, que él aceptó con resignación. [...] Ahora me
arrepiento de mis intromisiones juveniles en su libro. Diecisiete años más
tarde, antes de morir, me dijo que le gustaría mucho que yo rescribiera la
novela de una manera sencilla, sacando todos los pasajes grandilocuentes y
floridos.
Es de imaginar que
ese plan, al parecer nunca llevado a cabo, habrá producido una que otra nota en
los márgenes de algún ejemplar del libro, que sería la delicia de todo
coleccionista, y muy útil al estudioso.
A falta de ese
ejemplar, arriesgo algunas pocas hipótesis, basadas en la intuición y en el
conocimiento de la obra temprana de Jorge Luis. Entre las metáforas que este
debe haber ofrecido a su padre, creo notar las siguientes:
De un puente se dice
que “cicatriza el arroyo” (29);[8]
otra página alude a “las mezquinas calles del puerto” (46); una tercera relata
que “las mil calles de una enorme ciudad se abrieron como bocas a su paso”
(96). La lista podría ser ampliada.
Es difícil hacer una
valoración de conjunto acerca de la novela. Comparada con producciones
argentinas de principio de siglo, cuando el género no dio sus mejores
frutos, merece un puesto de relativa avanzada. Es, por otro lado, un experimento
fallido, porque el autor intentó demasiado al mismo tiempo: aludir a cuestiones
filosóficas, a problemas políticos locales y contar una historia de amor,
estilizada, para colmo, en parábola. Se nota, en ese sentido, que es un libro
primerizo. Concentrando sus energías en alguna de esas direcciones, Borges
podría haber llegado, quizás, a ser un buen novelista, siquiera en el sentido
tradicional de la palabra. Él tuvo, evidentemente, otra opinión al
respecto, ya que, hasta donde alcanzamos a ver, no volvió a intentar el
género.
La obra desigual y
fragmentaria de Jorge Guillermo Borges muestra, junto a El Caudillo, los intentos de un padre de familia argentino del
filo del siglo por convertirse en escritor. A pesar de algunos aciertos aquí y
allá, es de presumir que tuvo razón al considerar que había fracasado en su
empeño. Por un lado, no es una producción exhuberante en alguien que superó los
60 años de vida, aun si se descuenta que la ceguera y la enfermedad entorpecieron
los últimos. Por otro, la falta de perseverancia en algún género, muestra
más al dilettante en que puede
convertirse el ocioso instruido, que al escritor.
Si acaso, podría
reclamarse para él el haber adherido, con su novela, a un subgénero que alcanzaría
decenios más tarde su apogeo en nuestras “desmanteladas repúblicas”. El Caudillo es una muestra temprana, un
imperfecto antecedente de libros como El
otoño del patriarca, El discurso del método,
El Señor Presidente o Yo, el Supremo. La comparación es en
todo sentido desfavorable para el Dr. Borges; sin embargo, no es poco mérito
ser el menor en esa excelsa genealogía.
Por todo lo dicho, es
un buen resumen repetir la opinión de Alicia Jurado (1989, 23): “le debemos
otra obra de valor inestimable: el hijo físico y espiritual, formado bajo su
tutela y criado en la vasta biblioteca de su casa: Jorge Luis Borges”.
Apéndice 1: La reseña de Guillermo de Torre
Jorge Luis Borges y
Torre se conocieron en marzo de 1920 en Madrid. A partir de ese momento,
colaboraron en numerosos proyectos. Como Torre quedó prendado de Norah Borges,
a quien desposaría en 1928, y respetaba intelectualmente a Jorge Luis, hizo lo
posible por complacer a ambos. Uno de los frutos de esa intención es una breve
reseña de la novela de Borges padre.
Jorge Luis aBorges agradeció
el anuncio de la publicación al final de una misiva, inédita y sin fecha, remitida
desde Palma de Mallorca, que Torre recibió el “19 enero 1921”, según este anotó
al margen.
Mi
padre te agradece muchísimo lo de Cosmópolis,
referente a la exégesis del Caudillo.
Te abraza el egocéntrico y errabundo
Jorge-Luis
Este es el texto del comentario:
Guillermo
de Torre
El
caudillo, novela, por Jorge Borges.- Palma de
Mallorca, 1921.
[Cosmópolis
27, Madrid, marzo de 1921, 569]
Entre
las más cultas y valiosas mentalidades americanas que, desarraigadas de su
patria van, no obstante, exaltándola, en una siembra de obras e ideales,
resalta el profesor argentino Jorge Borges, gran temperamento, incubador de
atmósferas artísticas, en las que se desarrollan hoy sus dos vástagos
preclaros: la pintora Norah y el poeta Jorge-Luis, corifeos inestimables de la
juvenil pléyade ultraísta.
El
profesor Borges, hallando, sin duda, un remanso deleitable en sus arduas exploraciones
filosóficas, ha compuesto esta novela evocativa de sus feraces regiones
natales. El caudillo nos revela
perspectivas, figuras y costumbres americanas, sumamente interesantes, en el
complejo de una trama algo diluída y poco novelesca, que, no obstante,
retiene nuestra atención, merced al sobrio lineamiento descriptivo de su
estilo. El desencanto sentimental de un episodio amoroso, desenlazado
cruentamente, finaliza estas páginas en que una bella figura de mujer se
sacrifica estérilmente rehuyendo el filo de lo Fatal.
Apéndice 2: La reseña de Roberto A. Ortelli
El segundo comentario
de la época surge dos años más tarde, cuando Borges regresa a Buenos Aires y
comienza su amistad con Roberto A. Ortelli, por esas fechas, administrador de
la revista Nosotros. (Es de notar que
ambas reseñas proceden de la pluma de amigos de Jorge Luis.)
Ortelli, simpatizante
de la metáfora ultraísta, elogiará del libro, entre otras cosas, precisamente
aquello de lo que Borges abominará más tarde.
Roberto
A. Ortelli
LETRAS
ARGENTINAS
El Caudillo,
novela por Jorge Borges. — Palma de Mallorca
[Nosotros 166, marzo de 1923, 403-407]
Si encaráramos esta
novela del señor Borges con el espíritu que ha dado en caracterizar a cierta
crítica a la moda, hubiéramos dicho acerca de ella, sin ir más allá de la
segunda página, que es una obra mala o pésima, pudiendo hacer gala con ello de
cierta benevolencia entre los devotos, si los tiene, de esa crítica. Y
hubiéramos dicho esto, pues la crítica de que hablamos encamina sus juicios
sobre la obra a juzgar, teniendo en cuenta, en primer lugar, la mayor o menor
cantidad de errores de imprenta que ostente, la calidad del papel en que ha
sido impresa, y otros factores de no menor importancia para la mejor expresión
del trascendente veredicto...
A decir verdad, esa
crítica está integrada por otro factor cuya importancia, en cuanto a su mayor
éxito se refiere, es imprescindible no desconocer: se trata de manifestar clara
y abiertamente, una animosidad hacia el autor cuya obra ha de juzgarse,
animosidad que se evidencia en el deseo, no ocultado sino más bien gritado, de
hallar defectos suficientes, a juicio del critico, para aniquilar la obra.
En verdad, nosotros
creemos que no deja de ser llamativa esta actitud de demoledores; pero
estimamos, no sólo que no es eficaz en nuestro medio, sino que sostenemos que
ella es perniciosa y por completo contraproducente. Tan perniciosa y
contraproducente que sólo la justificamos por una absoluta inconciencia en su
autor o, también, por un calculado deseo de oponerse al progreso literario de
nuestro país. Pero, seguramente, esa tendencia crítica no es sino el resultado
de querer halagar los bajos gustos de ciertos grupos de literatos que en
ninguna parte faltan. Porque fácil será para cualquiera comprender que en un
país como el nuestro, en que nada hay hecho y todo está por construirse, se
necesitan hombres que hagan obras, que produzcan algo, que se esfuercen por
elevar nuestro nivel artístico, y no holgazanes que se distraigan tratando de
anular en dos plumadas, por puro desplante, una obra que acaso represente un
loable esfuerzo hacia la perfección artística, una compenetración del alma
oscura de ciertos individuos o, sino, largas vigilias empleadas en la ardua
tarea de bucear en la efímera historia de nuestro país, para sacar de ella
algunas conclusiones que nos orienten en el estudio de nuestra propia
literatura o del alma de nuestro pueblo.
De ahí que nosotros,
al tomar como elemento de juicio, una obra cualquiera, lo hacemos animados del
mejor espíritu, ávidos de hallar en ella valores que elogiar y no defectos señalables;
además, creemos también que se hace mejor obra de orientación —y esa es la
labor del crítico, a nuestro entender— elogiando los valores positivos y
callando los defectos, que a la inversa.
Se comprenderá que
hayamos hecho las disquisiciones antes apuntadas, pues la novela que nos ocupa
—editada en Palma de Mallorca— está plagada de errores de imprenta, que por
veces aparecen como defectos de sintaxis. Ello se explicará, acaso, por el
hecho de haberse editado en una imprenta cuyos linotipistas —a pesar de estar
bajo el gobierno del apuesto D. Alfonso—[9]
no poseen el idioma castellano;[10]
o quizás pueda culparse de esto, también, al autor, que de seguro no ha
corregido las pruebas. ¡Y ya sabemos nosotros qué resulta de las pruebas
corregidas por los empleados de las mismas imprentas! Y este defecto —absolutamente
ajeno al valor intrínseco de la obra— para los críticos cuyas características
más sobresalientes hemos señalado, sería lo suficiente como para no ocupar su
maravilloso tiempo. Nosotros, en cambio, nos conformamos con lamentarlo de
veras, pues ello atenúa la impresión de esta novela que posee mérito s
indiscutibles.
El señor Jorge
Borges, oriundo de la provincia de Entre Ríos, nos relata en El caudillo, una historia cuyo escenario
es la provincia antes nombrada.
Si acaso no hay lugar
a explayarse en esta reseña crítica acerca de su asunto, sencilla y vigoro-samente
desarrollado, no podemos pasar por alto, en cambio, las relevantes cualidades
del autor para pintar tipos, su forma bella y no exenta de profundidad para
encarar los más arduos problemas y el personal e inconfundible estilo del señor
Borges, estilo que resiste el embate temible de los copiosos errores de
imprenta.
En El caudillo se advierte, en primer
lugar, a un escritor en plena madurez espiritual; es esta obra, evidentemente,
el producto de una vasta cultura y de un amplio ejercicio de la literatura,
pues el señor Borges pone de manifiesto un espíritu sutil y observador, con un
poco de poeta y otro poco de filósofo o, mejor dicho, se nos presenta como un
filósofo-poeta. Para dar fe a esta afirmación nuestra, bastaría una sola frase
de Dubois —especie de tipo autobiográfico y verdadero eje de la novela— cuando
dice, por ejemplo, —glosando a Nietzsche y coincidiendo con Anatole France— que
“si los elementos que forman el mundo son los mismos y son contados, el azar,
el Dios o los dioses que los manejan, a la larga tendrían que combinarlos de la
misma manera. Un paquete de cartas, por ejemplo, tiene un número limitado de
combinaciones, que forzosamente deberán repetirse, si poseemos el tiempo y la
paciencia necesarios. ¿Por qué hemos de sorprendernos si la partida actual, en
que entramos ustedes, yo y las circunstancias que nos rodean, se ha jugado ya
muchas veces? Quizás nos encontremos en el sendero infinito del tiempo, y de
aquí muchos millones de años, yo, como ahora, discuta con ustedes”. Y luego
corona su pensamiento filosófico en esta forma, que denota fácilmente la
angustia de una exquisita sensibilidad poética que se rebela contra la
desoladora convicción del filósofo : “Hay algo de terrible en la idea de que
estamos condenados a vivir en un círculo, pasando y repasando indefinidamente
los mismos puntos. A veces, pesa sobre mí una vejez eterna; tengo la sensación
de que todo es viejo y gastado, que jamás encontraré algo nuevo.”
Al novelista lo
hallamos bien definido en la impecable descripción de la tormenta. Y allí mismo
se nos presenta de nuevo el filósofo-poeta. Ya nos dice, mientras se prepara el
aguacero, que “el amor de las mujeres, grande en su egoísmo, terrible en su
sacrificio, sobrepasa el entendimiento humano. Es una fuerza elemental y
primitiva como el agua, el aire o la tierra. Es inexplicable y misterioso como
el dolor y la muerte”.
Y luego, con más
fuerza, en toda su plenitud acaso, se nos manifiesta cuando la tormenta, ya
desencadenada, arrastra el gran puente que era la coronación gloriosa de toda
una vida: la vida del Gringo. Y allí estaba él, el Gringo, “espectante y mudo”,
contemplando el desastre, sin advertir que “la lluvia torrencial cargaba como
un peso sobre sus hombros, dificultándole la respiración” y ve el Gringo, junto
a las aguas que corren sin dique que se le oponga, toda su vida, cual si fuera
su imagen proyectada en un espejo. Y ante el desastre, que también ha de
arrollar su propia vida, por primera vez miró hacia atrás; y ello para decir,
generosamente arrepentido, que “la vida es un error, un estúpido amontonamiento
de basura, que al final estorba y ahoga”.
¡El Gringo! He ahí un
tipo magistralmente pintado. El es el prototipo del emigrante que abandonó su
patria un día, olvidando familia y afectos, para lanzarse a correr por el
mundo, llena la mente de proyectos fabulosos, entre los que no falta el de la
conquista de una enorme fortuna para tornar a la patria, henchido de orgullo,
junto a la viejecita, que ya no ha de volver a ver seguramente... Y comienza
entonces el interminable peregrinaje por tierras extrañas, siendo en todas
partes y para todos, un extraño, un hombre que vive para sí mismo, fuera del
ambiente que lo rodea, maguer sus esfuerzos de adaptación. En su vida consigue
hacer varias fortunas que luego destruye con más facilidad que la empleada para
construirlas. Y cuando llega a una cierta edad, aterrado de su solitario
aislamiento, mira por primera vez hacia atrás, y se espanta de lo efímero que
es su pasado, sintiendo la ineludible necesidad de perpetuarse en algo: en un
hijo, en una obra de arte, en un edificio, en algo, en fin, que lo recuerde
ante las generaciones venideras.
Por eso el gringo,
ante el inminente derrumbe de su última esperanza, comprendió que “su nombre,
fortuna y porvenir, estaban allí, temblando en las pilas y los arcos, a merced
de las aguas enconadas”. Y ya demasiado viejo para sufrir la terrible
catástrofe, las reflexiones del Gringo no podían ser sino amargas, desoladoras.
Y así, ante su obra destruida, “no comprendía, tal vez, que en el vasto
enredo de las cosas, la capacidad individual, grande o pequeña, alentada o
contrariada, es mero expediente o andamiaje; que toda ambición es temporal y
provisoria; que lo real y definitivo está siempre delante de nosotros en
hipotéticos futuros; que fracaso y éxito no son términos que distinguen
realidades opuestas, sino fases de una misma cosa; mas le era claro que estaba
destruído y cansado, que en torno de él, todo gritaba aburrimiento y tedio; que
la vida, de ser merecedora de ser vivida, es cosa que se arranca con
inteligencia, fuerza y coraje, no la pitanza que recibe la mano temblorosa del
mendigo”.
Y por obra de la
fatalidad implacable —que vaga como un espectro por toda la obra del señor
Borges— la vida llena de sacrificios y sinsabores de este hombre que era
conocido con el mote un tanto despectivo de “el Gringo”, terminó en el fondo de
un arroyo, pisoteado por dos peones que no quisieron darle sepultura, so pretexto
de que nadie valoraría ese trabajo.
Pero también el poeta
se define clara, nítidamente en este libro. Hoy que, a decir verdad, debemos
confesar con un tanto de rubor, que las metáforas y las imágenes —base de la
poesía y de toda literatura— han sido relegadas a segundo plano, cuando no
olvidadas, hasta por los poetas —dedicados a la tontería del sencillismo,—[11]
consuela ver que hay un escritorque se preocupa por su exaltación. Así el
señor Borges, con una originalidad y pureza intachables, ha matizado bellamente
su libro, con una gran profusión de metáforas e imágenes. Y es esto lo que da a
su estilo un carácter personal e inconfundible.
En la página 7, por
ejemplo, nos habla de “el camino polvoriento que al surgir del monte, divide el
matorral, para hundirse en el tajo del arroyo y luego perderse en un hilito,
rumbo a la ciudad”; y nos dice, después, de un puente que cicatriza el arroyo;
asimismo, en la página 24 nos da esta impresión notable de aplastamiento
doloroso y triste, relatándonos un crepúsculo en el campo: “de la llanura
adolorida por el triste mujido de infinitas haciendas, surgía el confuso
espectro de la noche”. No queremos excedernos en la transcripción de metáforas
e imágenes, por cuanto las transcriptas bastan para dar una idea del
temperamento poético del señor Borges, que es autor de una excelente sino
copiosa producción poética.
Hemos dicho que las
imágenes del señor Borges son originales. En efecto, es esta una cualidad que
está a la vista del más inexperto. En estos tiempos en que triunfa la
literatura semanal, en reemplazo de la literatura por entregas, todo lector,
hasta el más culto, se ha habituado a leer esas imágenes horriblemente
visuales que se han tornado —por su exagerado uso— en lugares comunes, y que
nos aventuramos a decir que son anti-poéticas. De ahí que estas metáforas,
intuitivas y delicadas, que hallamos en El
Caudillo, acaso choquen a la sensibilidad ya casi atrofiada del lector
desprevenido. Y es nuestra convicción que ellas son el producto de la nueva
inquietud espiritual que tiende a reformar la lírica sobre la base,
precisamente, de las metáforas e imágenes.
El capítulo XX de El Caudillo, es, quizás, el que mejor
nos orienta en cuanto a la fina sensibilidad del señor Borges. En él nos
presenta en la soledad de la alcoba a una joven pareja que ha de llenar sus
necesidades instintivas.
El señor Borges toma
a los personajes en su intimidad; escruta su pensamiento; concorde con el
pensamiento moderno; entiende que aún la persona menos culta está influenciada
por la evolución y el refinamiento de ideas, es decir, cree que la sensibilidad
cambia, se transforma; que aún en los casos extremos, imperan otros valores,
aparte de los puramentos instintivos; que la cultura de un individuo no es cosa
que se desecha en la primera oportunidad, sino que, a la larga y sin que lo
advirtamos va formando nuestra sensibilidad, nuestra forma de obrar en cada
caso, imponiéndose, casi siempre, a las fuerzas del instinto.
¿Y qué otra cosa que
la supremacía del espíritu sobre el instinto, es lo que se proponen las
civilizaciones? Así, Dubois, ante el cuerpo de Marisabel que se le brindaba
como una rosa demasiado abierta, no podía pensar solarnente que ante él no
había sino un cuerpo de hembra que se aprestaba a satisfacer sus “urgencias
masculinas”, como diría Lugones; en razón de su cultura y de su sensibilidad
finamente educada él debió mezclar la voluptuosidad instintiva del acto, con
toda la poesía con que puede orlarse. Para dar una idea de todo lo bien que
está descripta esta escena, tomaremos uno de sus momentos:
—“Bésame —murmuró
Marisabel, doblegándole al yugo de sus brazos. —Así yo te he soñado, así yo te
he querido— le dijo en una voz llena y suave que subrayaba cariñosa las
palabras y aún las sílabas, deteniéndose en cada una de ellas como si rezara un
rosario de amor. Fuera, en la noche, las palomas daban fin a su querella
amorosa y las notas metálicas de la guitarra se desleían en el aire; pero nada
oyó Dubois. Todo su ser era sacudido por el salmo de su deseo y la ternura de
Marisabel que parecía decirle: —Soy tuya. En mi rostro, la primavera de las
rosas es eterna; el sol de mis ojos no se abate nunca. He escuchado de los
labios del mundo el cantar de amores y lo he amasado en besos para que tú lo
comprendas mejor. Las manzanas de mi pecho maduraron en el huerto del Paraíso.
Soy la seda de los nidos, la sombra adormecida bajo el bochorno solar. Si
buscas la belleza, yo soy la perfección del espejismo que persigues. Una sola
curva de mi cuerpo, vaso sagrado, arca de los destinos de la raza, refuta el
saber de tu vetusta filosofía y es la estética misma de las academias. Soy
creación de lo infinito y de lo eterno; abandóname y has repudiado tu herencia;
y el polvo de los áridos caminos te verá pasar, vagabundo, sin hogar. Bálsamo
soy, y soy ternura; mis brazos abiertos para ti, mi prometido, son cruz de
salvación: sálvate en ellos”.
¡Qué pureza de
lenguaje! ¡Qué dominio del valor de las palabras y de las frases ! Véase con
qué precisión las situaciones se van caldeando lentamente, siguiendo el curso
que recorren en la realidad misma. Ninguna brusquedad, ningún escollo en su
escala ascendente. En el último momento, naturalmente, Dubois, como todo
individuo, advierte lo efímera y acaso torturante que es la cultura en ciertos casos,
y entonces se ofusca y olvida prejuicios de toda índole. Y así, “sintióse caer,
caer muy hondo en la matriz del tiempo. Los siglos se desprendieron de sus
hombros hasta hacerle golpear con su cuerpo en los cimientos básicos. Hallóse
fundido en la primera arcilla complicada y pulida por las edades, apiladas con
dolor, miedo y hambre, frente a los dioses que le crearon. Y gozó entonces a la
mujer que lo esperaba, vaso de la vida que debe ser llenado, ofuscado por la
visión del mañana, del tiempo y del espacio que han de llenarse con los gritos
discordantes de las generaciones. Vana labor en verdad, y, sin embargo,
guardada y protegida con infinita ciencia e infinito trabajo, amasada con todas
las gracias de la belleza y con toda la sal de las lágrimas.”
Tenemos la convicción
de que hay en el autor de El Caudillo,
un poeta, un filósofo y un novelista, los tres dotados de una claridad que es
patrimonio de los cerebros que han llegado a una madurez en la que se poseen
las cualidades espirituales perfectamente definidas.
Bibliografía
Borges, Jorge Guillermo (1921): El caudillo. Palma de Mallorca: Edicion
del autor (imprenta Guasp), 1921.
Borges, Jorge Guillermo (1921): El caudillo. Edición e introducción de
Alicia Jurado. Buenos Aires: Academia Argentina de Letras, 1989.
Borges, Jorge Luis (1999): Cartas del fervor. Correspondencia con Maurice Abramowicz
y Jacobo Sureda, 1919-1928.
Prólogo: Joaquín Marco. Traducción de las cartas en francés: Marietta Gargatagli.
Datación, Notas, Semblanzas, Bibliografía: Carlos García. Barcelona:
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores / Emecé, 1999.
Borges, Jorge
Luis / Di Giovanni, Norman Thomas: Autobiografía,
1899-1970. Traducción de Marcial Soto y Norman Thomas di
Giovanni . Buenos Aires: El Ateneo, 1999.
Chiappini, Julio: “La tesis de Jorge
Guillermo Borges”: La Prensa, Buenos
Aires, 27-V-1990.
Fernández, Macedonio: Obras completas. Buenos Aires:
Corregidor, 1975ss.
Forcada Cabanellas, Manuel: De la vida literaria. Testimonio de una
época [1941]. Prólogo de Juan Bonilla. Epílogo de Pablo Rojas. Sevilla:
Renacimiento, 2020.
García, Carlos (1997): “Macedonio
Fernández y Jorge Luis Borges: Textos desconocidos": Letras de “Buenos Aires 37, julio de
1997, 23-28. (Texto de M.F.: “Al hijo de un amigo”, con glosa de Borges y notas
de CG.)
García, Carlos (2016): “Jorge
Guillermo Borges, un apacible señor argentino. Reseña de: La senda. Introducción y notas: Daniel Balderston y Sarah Roger.
Transcripción y edición: María Julia Rossi. Pittsburgh: Borges Center, University
of Pittsburgh, 2015, 128 p.”: Badebec 10, Rosario,
marzo de 2016, 171-175; Borges, mal
lector y otros textos. Córdoba: Alción editora, 2018, 369-374; ligeramente
actualizado en julio de 2020, en el muro de Patricia Damiano en Facebook:
“Borges todo el año”.
García, Carlos (2020a): Ultraísmos,
1919-1924. Sevilla: Renacimiento, 2020.
García, Carlos (2020b): Guillermo
de Torre en Argentina. Crítico, historiador, cuñado. En prensa.
Jurado, Alicia (1964): Genio y figura de Jorge Luis Borges. Buenos
Aires : Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1964 (reedición: 1966).
Jurado, Alicia (1989): Prólogo a Jorge
Guillermo Borges: El Caudillo. Buenos
Aires: Academia Argentina de Letras, 1989, 11-23.
Ortelli, Roberto A.: “El Caudillo, novela por Jorge Borges”
(Letras argentinas): Nosotros 166,
marzo de 1923, 403-407; cf. aquí, Apéndice 2.
Pagés Larraya, Antonio: “Imagen
novelesca de un caudillo”: Sala Groussac.
Buenos Aires: Guillermo Kraft, 1965, 111-115.
Pagés Larraya, Antonio: “Una extraña
novela del padre de Jorge Luis Borges (se publicó en Mallorca hace 55 años)”: Estafeta Literaria 589, Madrid, 1976,
14-16.
Rodríguez Monegal, Emir (1987): Borges. Una biografía literaria. México:
Fondo de Cultura Económica, 1987 (en especial, pp. 75-91).
Torre, Guillermo de: “El Caudillo”: Cosmópolis 27, Madrid, marzo de 1921, 569; cf. aquí, Apéndice 1.
Vaccaro, Alejandro: Georgie, 1899-1930. Una biografía de Jorge
Luis Borges, I. Buenos Aires: Editorial Proa / Alberto Casares, 1996.
(Hamburg, julio de 1996 / 15-VII-2020)
.....
[1]
Al respecto, cf. Carlos García: “Guillermo de Torre en Cosmópolis
(1919-1922, 1930)”, en García 2020a, capítulo 3.
[2]
Sobre los primeros dos, hay material en mi libro Ultraísmos (1919-1924). Sobre el tercero, véase Manuel Forcada
Cabanellas: De la vida literaria.
Testimonio de una época [1941; 2020]. Me ocupé de la revista rosarina Nun, dirigida por Forcada, en un
artículo escrito para la página web [www.ahora.com.ar].
[3] Véase en el
Apéndice 2 la reproducción de esa temprana reseña, poco divulgada. En cuanto
a Ortelli, cf. “Periferias ultraístas: Guillermo de Torre y Roberto A. Ortelli
(1923)”: García 2020b, capítulo 7.
[4]
Jorge Luis leyó mucho en este libro (en la edición de 1870) hacia 1920, según
se desprende de una carta suya a Maurice Abramowicz, sin fecha, de la segunda
mitad de septiembre de 1920 (Borge: Cartas
del fervor, 1999, 100). Es de imaginar, por ello, que los Borges disponían
de un ejemplar de esta obra durante su estancia en Europa.
[5] Adolphe Thiers (1797-1877) escribió una monumental Histoire de la révolution française en
10 tomos (1823-1827), y una suerte de continuación, Histoire du Consulat et de l'Empire (1845-1869).
[6]
El mismo giro aparece en la correspondencia de Macedonio Fernández. En carta a
Natalicio González, sin fecha, pero de hacia 1951, Macedonio escribe que
recorrió Paraguay en su gran “crisis de los 22 años, cuando yo era anarquista
spenceriano” (Epistolario, Obras Completas II, 72). Figura,
igualmente, en una contribución para la Revista
Oral de Alberto Hidalgo (1926), reproducida en Papeles de Recienvenido y Continuación de la Nada (1967; Obras Completas IV, 46; III, 116): “En
aquel tiempo yo era socialista y materialista, hoy soy anarquista spenceriano
y místico”.
[7] Véase
mi reseña de ese libro póstumo en García 2016.
[8]
Cf. Jorge L. Borges: “Paréntesis pasional" (Grecia 38, Sevilla, 20-I-1920): “A mis pies vibran la Ciudad y las
Montañas y el Río de Plata que Siete Puentes cicatrizan.” No es casual que
Ortelli, por esos días fanático ultraísta, mencione en su reseña esta metáfora
entre las mejores del libro.
[9]
Alude irónicamente al rey Alfonso XIII.
[10]
No lo “poseen” porque su lengua es el mallorquín, una variante local del catalán.
[11] Véase
el comentario crítico de Guillermo de Torre: “Gestos polémicos: El Ultraísmo
contra el Sencillismo. (Réplica a Vicente
Medina)”: Proa 2, Buenos Aires, diciembre
[en realidad, fin de noviembre] de 1922, 1.