sábado, 18 de julio de 2020

Reseña de "El caudillo", por Jorge Guillermo Borges (1921)


Carlos García (Hamburg)
[carlos.garcia-hh@t-online.de]

Reseña de: El caudillo, por Jorge Guillermo Borges (1921)

[La versión original de este texto inédito es de 1996. Formaba parte de un trabajo de mayor extensión: “Examen de la obra de Jorge Guillermo Borges”. Debía aparecer en un volumen titulado Vida y obra de Jorge Guillermo Borges, escrito en conjunto con Alejandro Vaccaro, encar­gado del aspecto biográfico. Por razones ajenas a mi voluntad, ese volumen nunca fue publicado, aunque estaba listo para la imprenta y hasta se lo anunció en 1998. La presente versión es de julio de 2020.]

La cumbre de la obra de Bor­ges padre es, tanto por su ex­tensión como por su calidad, la novela El Caudi­llo, aparecida en 1921, como uno de los últimos libros impresos en la tra­di­­cional y prestigiosa editorial Guasp, de Palma de Mallorca. La edición se hizo a costa del autor: 500 ejemplares de 195 páginas numeradas.
El malentendido se ha ensañado con este li­bro. Atribuído a Jorge Luis en algún dis­traído repertorio biblio­grá­fico, fue mis­ti­ficado por otros autores como impo­sible de en­contrar, y hasta hubo quien inventara reediciones fantasmas. La realidad es, en este caso, menos inventiva, menos dramática, y se deja resumir en pocos renglones:
La primera edi­ción (la única en vida del autor) apareció hacia co­mienzos de enero de 1921. Ejemplares de la princeps se en­cuentran en bi­bliotecas pal­mesanas y estado­unidenses (en la “Alderman Library”, de Vir­ginia, por ejemplo). Apenas hubo rese­ñas contem­porá­neas (solo conozco dos, abajo reproducidas). La pri­mera y úni­ca reedición, a cargo de Ali­cia Jura­do, tuvo lugar en oc­tubre de 1989.
Al aban­­do­nar Mallorca poco después de la aparición de la novela, Borges trans­portó la mayoría de los ejemplares a Bue­nos Aires, para repartirlos entre fami­liares y amigos (Autobiografía, 52).
Borges parece haber hecho llegar, por intermedio de su hijo, un ejem­plar de la novela a Guillermo de Torre, asiduo corres­ponsal y visitante de la familia. Tal sugiere la temprana glosa apa­recida poco des­­pués en la revista madrileña Cosmópolis (n° 27, marzo de 1921), de la cual Torre era secretario de re­dac­ción.[1] Es plau­si­ble, asimismo, que Borges remitiera ejem­plares a los anti­guos con­tertu­lios sevillanos con quienes de­par­tiera sobre literatu­ra y filosofía hacia fines de 1919: Adriano del Valle, Isaac del Vando-Villar, Forcada Cabanellas y al­gún otro.[2]
Al hablar del libro, y como si quisiera escamotear referencias al con­te­ni­do o juicios sobre la calidad, Jorge Luis gustaba repetir que los impre­so­res, tomán­dolo por un error del manuscrito, habían cam­biado “Para­ná” en “Panamá” cada vez que el término aparecía (Autobiografía, 52). Ya Rodríguez Monegal (Borges. Una biografía li­teraria) y Vaccaro (Georgie, 126) dejaron constancia acerca del mal­entendido: en realidad, la errata “Paramá” por “Pa­ra­ná” aparece una sola vez.
El tema “erra­tas” juega también un papel prepon­derante en la re­seña que del libro hiciera en marzo de 1923 Roberto A. Ortelli, ami­go de Jorge Luis, cola­­bo­rador y administra­dor de Nosotros, y uno de los fun­dadores de la revista Inicial.[3]
La novela (que cito de aquí en más según la edición de Ali­cia Jurado, 1989, men­cionando apenas la página) consta de XXI ca­pítulos, y comienza con el relato de una le­yenda india, titulada “Motivo liminar” (25-27), cuya conexión con el resto del libro no se reconoce de inmediato. Volveré sobre este aspecto.
La historia de El Caudillo, ubicada en la década del setenta del siglo XIX, es con­tada en tercera persona por un narrador om­nis­ciente, que introduce de vez en cuando reflexiones sobre el estado de la sociedad, sobre las intrigas políticas de la provin­cia, sobre la escuela y la educa­ción, sobre el amor, el tiempo y la mujer.
La figura del título, Don Andrés Tavares, nacido “para el mando” (32), es un pequeño dictador local en un pa­raje de la pro­vincia de Entre Ríos, que ejerce su do­minio económico y su despó­tica volun­tad sobre algunos lugareños y, en espe­cial, sobre su fami­lia.
A esta pertenecen su esposa, Doña Clara, con la que nunca se en­tendió bien en el cuarto de siglo que lle­van de matrimonio, un hijo de igual nombre que él, pero incapaz de ocupar su lugar, tres hijas, entre las cuales destaca la mayor, llamada Marisabel, y la prima Carlota, que visi­ta asiduamente la estancia. Propensa al éx­tasis re­ligioso (59) y a una terca obediencia, que no halla eco en su in­te­rior, Marisabel es la única con el temple necesario para hacer frente al Caudillo (57):
Desde muy niña supo Marisabel callar y conte­nerse. A los efectos de la disciplina domés­ti­ca, rigurosa tan solo cuan­do el padre presi­día la mesa, su aparente con­formidad era todo lo necesario. Sus fal­tas no se agravaron nunca con confesiones inútiles; ni discutió ja­más la justicia del cas­tigo. Las más severas repri­mendas solo arran­ca­ron de ella un sí papá, un sí ma­má. No aprendió nunca a in­clinar su vo­lun­tad o su espíritu ante la voluntad o el espíri­tu de sus ma­yo­res.
Esa tenacidad saldrá a relucir con toda su fuerza en la segun­da mitad de la nove­la, y hará de Mari­sabel la verdadera heroína del libro.
Don Andrés, para hacer valer su autoridad, no teme aplicar de vez en cuando la violencia. En uno de esos accesos, propina un re­ben­cazo en la cabeza a uno de sus hombres, haciéndolo sangrar (54). Por un lado, por­que el Paraguayo, “tipo del gaucho malo, gua­po y pen­denciero, hábil en el manejo de las armas”, ha co­me­tido algún desacato, pero también para impresionar a su visitante. Se nos da a entender, además, que el Cau­dillo ha estado involu­crado, si bien indirectamen­te, en el asesinato de Urquiza (33).
Otras figuras rodean a Don Andrés: un insidioso “viejo cura de San Fe­lipe” (31), representantes del antiguo orden político y cas­trense, como el “Comandante mili­tar”, de la corrupta administra­ción, como el “Juez de Paz” (39), o del progreso técnico, como El Grin­go, un em­pren­dedor judío pro­ce­dente del norte de Italia. Este logra el apoyo del Cau­dillo para cons­truir un puente, que cumplirá un papel impor­tante como símbolo. (En la lectura bio­grá­fica de la novela, este “Gringo” es considerado como trasunto de un antepasado de Bor­ges.)
Las tranquilas evoluciones de esas vidas, ocupadas mayor­mente en in­trigas polí­ticas y mercantiles, se ven desordenadas al hacer su apari­ción Carlos Dubois, un fracasado estudiante de De­recho (35, 46), hijo del Francés, un hombre enfermo que había vivido en el pago, pero que se había tras­ladado años antes a la capital. Su esposa, la ma­dre de Carlos, la única de la familia con agallas equi­valentes a las del Cau­dillo, ha muerto hace tiempo. (Jurado con­si­dera a este per­sonaje fugaz, de quien solo se habla in absentiae, un tra­sun­to de Fanny Haslam, madre de Jorge Guillermo Borges). Su hijo Car­los abandonó los odiados estudios jurí­dicos, y se de­dicó, tanto en Buenos Aires como en París, a aprender a vivir. Por cierto, los mo­da­les que trae de la capi­tal no son bien vistos por la madre de Ma­ri­sabel.
Tampoco al Caudillo le cae bien Dubois, menos por sus moda­les que por otra clase de razones, más prosaicas: la estancia de los Dubois, en­clava­da en me­dio de sus posesiones, es la única que se in­terpone entre sus ojos y el hori­zon­te (31). Si adhiere a la crítica a los por­teños que hacen sus con­tertulios, es menos por pro­vin­cia­nismo que por afán de dominio, y por­que el hombre de acción que él es siente un des­precio casi instintivo por el tipo meditabundo re­pre­sentado por Carlos.
Dubois, por su parte, ha dejado en la capital a su padre en­fermo y a Lina, su novia, pero ha traído va­rios libros que amortiguan su so­­ledad y le atraen la admi­ración del hijo del Caudillo (hay entre ellos un leve asomo de interés ho­moeró­tico, no desarrollado). En­tre los libros figuran: el diccionario filosófico de Voltaire (65, 104), tres tomos del Larousse, “la más útil de las enciclo­pedias”,[4] Manon Les­­caut de Pré­vost, “obras históricas de Thiers[5] y un vo­lu­men suelto de los versos de Musset” (65), otro con poemas de Es­pron­ce­da (104), Los Miserables, de Víctor Hugo (65, 104), Gra­ciela, de Lamartine (104), Flaubert (104) y Mon­taigne (128), a quien lleva siempre en el bol­­sillo (66), según ya era uso en la épo­ca de Que­vedo. También el “zorro viejo y maldi­ciente” Scho­pen­hauer es men­cionado (64).
Aparte de la lite­ra­tura, que incluía algunas novelas no enume­ra­das ex­plíci­ta­mente, Du­bois ha traido “libros de estudio y un grueso tratado de Agri­cul­tura” (65). Todo ello, junto al violín que no toca y una escopeta de dos caños, que no usará ni siquiera en el mo­men­to preciso (152), mues­tra a Dubois como un ca­rácter manso, agra­da­ble, aunque algo débil. Su inten­ción es ocuparse de la finca, cons­truir galpo­nes, establecer un sa­la­­dero y curtiembre (36), tal como su padre lo ordenara. Al en­torno de Dubois pertenecen el honrado capataz Si­món y su familia.
La llegada de una carta del padre, que perdona a Car­los y lo lla­ma a su lecho de enfermo, desencadena su­perficialmente el de­sas­tre. Dubois decide regresar a la capital; Marisabel, la hija del Cau­di­llo, descubre entonces que lo ama. Se encarga de encontrarlo opor­tunamente y confesar­le su pasión (110-111). Carlos, ele­gante y co­barde, intenta evadir esos sentimientos que sabe peligrosos, pero termina por ceder a ellos tras una noche de tor­­menta en que el río arrasa el puente del Gringo (141).
El Caudillo no puede dejar sin castigo esa ofensa, y envía a sus sicarios a matar a Dubois, delante de su hija. Mari­sabel incita a Du­bois a defen­derse usando la escopeta, que le pone entre manos (“De los dos, suyo el espíritu más fuerte”), pero este no acepta. “Una y diez veces las da­gas se hundieron en su cuerpo” (152). El Caudillo desconoce de ahí en más a su hija, y se marcha con su gente, a otra de sus aventuras po­lítico-militares, quizás la última, según sugiere el dejo de vencida amar­gura con que concluye la no­vela, final entorpecido por el leísmo usual en el entorno español en que trabajaba Borges (153): “De un salto estuvo a caballo, sus hombres le seguían, las armas bri­llando al sol, rumbo al sacrificio estéril, a la causa perdida.”
Recién entonces se termina de comprender el mensaje del “Mo­tivo li­mi­nar”, al cual había prometido retornar. Se cuenta allí la le­yenda de un joven indio, quien, para ob­tener el amor de la her­mo­sa hija del ca­cique, se interna en la prohibida comarca de Yri­sun­day, tremendo yacaré divino, y lo ultima (26-27):
La fiesta de sus bodas prolongóse por muchas lunas.
Pero los dioses no mueren, ni olvidan, ni per­donan, son inmor­tales, rencorosos y crueles.
El espíritu de Yrisunday corrió por el cauce del arroyo y las aguas le siguieron en loca turbulencia. Los campos se inunda­ron, se per­die­ron los maizales. Se ahogaron los ga­nados. La furia del dios alcanzó al cazador, su mujer y su raza.
El crimen de la leyenda indígena sirve como analogía del de Ma­ri­sabel y Carlos. Estos han infringido leyes inviolables, y por eso deben pagar las consecuencias. En ambos casos es la mujer quien desencadena directa o indirectamente la falta y la tragedia. Hay aquí mucha escoria mítica, resabios bíblicos, y más moralina de la que hoy se consi­dera de buen tono o siquiera soportable.
Jorge Luis Borges gustaba definir a su padre como “anar­quista spen­­ce­riano”. Es difícil imaginar qué haya querido decir con esa te­ratológica definición.[6] A decir verdad, el autor de El Cau­dillo era apenas un señor argentino del siglo XIX. Para mos­trarlo, basta con ci­tar algunos de los pasajes en que se refleja su imagen de la mu­jer. Escojo dos, entre muchos posibles:
El amor de las mujeres, grande en su egoísmo, terrible en su sacrifi­cio, sobrepasa el enten­dimiento humano. Es una fuerza ele­mental y pri­mi­tiva como el agua, el aire o la tierra. Es anterior al ser. Es inex­plicable y misterioso como el dolor y la muerte. (110)
Hay un fatalismo en la desgracia que la mujer acepta, quie­ta, dó­cil­mente, sobre todo cuando es provocada por los hondos mis­terios de su sexo, por el llamado de la raza. (112)
Eso es algo peor que mala literatura: es, lisa y llanamente, fruto de una inte­ligencia defectuosa, si bien se trata de opiniones bas­tante comunes en la época, y aún hoy, por desgracia, no del todo erradica­das. Borges padre abundará en esos errores en su otro libro, La Senda.[7] Decenios antes, Macedonio Fernández, compa­ñero de estudios y amigo del Dr. Borges, había defendido en su tesis de doc­to­rado (De las personas, 1897) una versión más progresista del rol de la mujer.
El autor, por lo demás, es menos perspicaz que al­guno de sus perso­na­jes. Marisabel misma, sin ser aún feminista, tiene una visión del mundo que podría ha­berla llevado a ello, si hubiera sacado las consecuencias de lo que percibía a su alrededor (88):
Ustedes los hombres tienen sobre nosotras las muchachas una gran ven­taja. Hacen más o menos lo que quieren, nosotras vi­vi­mos con­te­­nidas, retadas, orde­nadas. Co­mo la casa y los mue­bles te­nemos un lugar fijo. Su tono no traducía una pro­testa, constataba un hecho. El mundo era así. Así estaba cons­truido.
El pasaje referido a la escuela es quizás más idóneo para ad­ver­tir el “anarquis­mo” de Borges. Transcribo dos párrafos, que mues­­tran por qué Jorge Guillermo no envió sus hijos al co­legio des­de temprano:
La escuela fue en su caso un error, no tanto por lo que en ella aprendiese o dejase de aprender, sino más bien por la mala in­fluen­cia que tuvo en su carácter. Entonces como ahora las escue­las eran malas, tendían a deformar y no a formar los carac­teres. La noción de que la escuela debe prepararnos para la vida es exce­lente si la vida no ha de ser más que una noble emulación y el ejercicio de vir­tudes altruístas en un mundo de hombres libres y her­manos. Pero es nefasta cuando la socie­dad es lo que es, mezcla de cuar­tel y fábrica, explotación de los más por los menos, clases y castas y la deifi­ca­ción del éxito. Su espíritu deli­cado, soñador y rebelde supo en­ton­ces lo que puede ser el freno de inne­cesarias disciplinas, el respeto que exigen los principios casi sagrados de au­toridad y de or­den. Co­mo mu­chos otros espíritus buenos fue en el co­legio donde apren­dió a men­tir, a tener miedo y a fasti­diarse. (44)
Vino entonces el Colegio Nacional. Días absur­dos, profe­so­res pe­dan­tes o grotescos. Sus com­pañeros le moles­ta­ban. Algo tenía dis­tinto a los demás: exceso de sensi­bili­dad. Una concien­cia demasia­do aguda de sí mismo. Sufrió mucho tonta e innecesariamente. (45)
(A estas opiniones críticas debe contraponerse la visión idílica de la en­señanza que figura en página 42.)
Hay en la novela párrafos equivalentes acerca del Derecho y de la Po­lítica, que reflejan opiniones que el Dr. Borges explayó en sus notas de La senda.
La novela tiene, a pesar de las gaffes aduci­das, algunos pasajes bien lo­­grados, siquiera dentro del marco elegido. La escasa crítica de la épo­ca elo­gió ya la fuerza y sensibilidad con que se re­lata el en­cuentro físico entre Marisabel y Carlos (146-149). Ese re­lato pa­rece hoy menos lo­grado, pero para su época fue por igual delicado y audaz (siquiera con la audacia que podía encontrarse en la literatura tardomodernista). Molesta en él la idealización que se hace de los sexos y su postulada misión, pero logra transmitir algo de esa fuerza ciega y as­cen­dente que hay en la pasión eró­tica.
Otro pasaje logrado, que no he visto resaltado hasta ahora, es el relato de un sueño de Carlos Dubois (96). La mayor parte de las novelas, aun las modernas, que se valen de sueños para transmitir al lector ciertos men­sajes, demuestran que sus autores desconocen las difíciles reglas oní­ri­cas (véase, por ejemplo, lo esquemáticos que son los sueños en La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera). Si bien sus metáforas son “de época”, Borges logró condensar en esa página el estado anímico de Du­bois, y el conflicto en que este se debate, en una anécdota lite­raria­mente plau­sible.
Un último aspecto retiene mi atención. En su Autobiografía (52), Jorge Luis asevera haber ayudado a su padre en la re­dacción de la novela:
Creo haberle proporcionado algunas malas metáforas tomadas de los expre­sionistas alemanes, que él aceptó con resig­nación. [...] Ahora me arre­piento de mis intromisiones juve­niles en su libro. Dieci­siete años más tarde, antes de morir, me dijo que le gus­taría mucho que yo rescribiera la nove­la de una manera sencilla, sacando todos los pasajes grandilocuentes y floridos.
Es de imaginar que ese plan, al parecer nunca llevado a cabo, habrá producido una que otra nota en los márgenes de algún ejem­plar del libro, que sería la delicia de todo coleccionista, y muy útil al es­tu­dioso.
A falta de ese ejemplar, arriesgo algunas pocas hipótesis, basa­das en la intuición y en el conocimiento de la obra temprana de Jorge Luis. Entre las metá­foras que este debe haber ofrecido a su padre, creo notar las siguientes:
De un puente se dice que “cicatriza el arroyo” (29);[8] otra página alude a “las mezquinas calles del puerto” (46); una tercera relata que “las mil calles de una enorme ciudad se abrieron como bocas a su paso” (96). La lista podría ser am­pliada.
Es difícil hacer una valoración de conjunto acerca de la novela. Com­pa­rada con producciones argentinas de prin­cipio de siglo, cuan­do el géne­ro no dio sus me­jores frutos, merece un puesto de re­lativa avan­zada. Es, por otro lado, un ex­perimento fallido, por­que el autor in­tentó demasiado al mismo tiempo: aludir a cuestio­nes fi­lo­sóficas, a problemas polí­ticos locales y contar una his­toria de amor, estilizada, para colmo, en pa­rá­bola. Se nota, en ese sentido, que es un libro prime­rizo. Concentrando sus energías en alguna de esas di­recciones, Borges podría ha­ber llegado, quizás, a ser un buen no­velista, siquiera en el sentido tra­dicional de la palabra. Él tuvo, evi­den­temente, otra opi­nión al respecto, ya que, hasta donde al­can­za­mos a ver, no vol­vió a intentar el género.
La obra desigual y fragmentaria de Jorge Guillermo Borges mues­tra, junto a El Caudillo, los intentos de un padre de familia ar­gentino del filo del siglo por con­vertirse en escritor. A pesar de algunos aciertos aquí y allá, es de presumir que tuvo razón al considerar que había fracasado en su empeño. Por un lado, no es una producción exhuberante en alguien que superó los 60 años de vida, aun si se des­cuenta que la ceguera y la en­ferme­dad en­torpe­cieron los últimos. Por otro, la falta de perse­ve­rancia en algún gé­ne­ro, muestra más al dilettante en que puede convertirse el ocioso instruido, que al escritor.
Si acaso, podría reclamarse para él el haber adherido, con su novela, a un sub­género que al­canzaría decenios más tarde su apo­geo en nues­tras “desmante­la­das repúblicas”. El Caudillo es una muestra temprana, un imperfecto ante­ce­dente de libros como El otoño del patriarca, El discurso del método, El Señor Presidente o Yo, el Supremo. La compa­ración es en todo sentido des­favorable para el Dr. Bor­ges; sin embargo, no es poco mérito ser el menor en esa excelsa genealogía.
Por todo lo dicho, es un buen resumen repetir la opinión de Alicia Jurado (1989, 23): “le debemos otra obra de valor inestimable: el hijo físico y espi­ritual, for­mado bajo su tu­tela y criado en la vasta bi­blioteca de su casa: Jorge Luis Borges”.

Apéndice 1: La reseña de Guillermo de Torre
Jorge Luis Borges y Torre se conocieron en marzo de 1920 en Madrid. A partir de ese momento, colaboraron en numerosos proyectos. Como Torre quedó pren­dado de Norah Borges, a quien desposaría en 1928, y respetaba intelectual­mente a Jorge Luis, hizo lo posible por complacer a ambos. Uno de los frutos de esa intención es una breve reseña de la novela de Borges padre.
Jorge Luis aBorges agradeció el anuncio de la publicación al final de una misiva, inédita y sin fecha, remitida desde Palma de Mallorca, que Torre recibió el “19 enero 1921”, según este anotó al margen.
Mi padre te agradece muchísimo lo de Cosmópolis, referente a la exégesis del Caudillo. Te abraza el egocéntrico y errabundo
Jorge-Luis
Este es el texto del comentario:
Guillermo de Torre
El caudillo, novela, por Jorge Borges.- Palma de Mallorca, 1921.
[Cosmópolis 27, Madrid, marzo de 1921, 569]
Entre las más cultas y valiosas mentalidades americanas que, des­arrai­gadas de su patria van, no obstante, exaltándola, en una siem­bra de obras e ideales, resalta el profesor argentino Jorge Borges, gran temperamento, incubador de atmósferas artísticas, en las que se desa­rrollan hoy sus dos vástagos preclaros: la pintora Norah y el poeta Jorge-Luis, corifeos inesti­mables de la juvenil pléyade ultra­ísta.
El profesor Borges, hallando, sin duda, un remanso deleitable en sus arduas ex­plo­raciones filosóficas, ha compuesto esta novela evocativa de sus feraces re­giones natales. El caudillo nos revela perspectivas, figuras y costumbres ame­ricanas, sumamente intere­san­tes, en el com­plejo de una trama algo diluída y poco no­ve­lesca, que, no obstante, retiene nuestra atención, merced al sobrio linea­miento descriptivo de su estilo. El desencanto sentimental de un epi­sodio amoroso, desenlazado cruentamente, finaliza estas pá­gi­nas en que una bella figura de mujer se sacrifica estérilmente re­hu­yendo el filo de lo Fatal.

Apéndice 2: La reseña de Roberto A. Ortelli
El segundo comentario de la época surge dos años más tarde, cuando Borges regresa a Buenos Aires y comienza su amistad con Roberto A. Ortelli, por esas fechas, administrador de la revista Nosotros. (Es de notar que ambas reseñas proceden de la pluma de amigos de Jorge Luis.)
Ortelli, simpatizante de la metáfora ultraísta, elogiará del libro, entre otras cosas, precisamente aquello de lo que Borges abominará más tarde.

Roberto A. Ortelli
LETRAS ARGENTINAS
El Caudillo, novela por Jorge Borges. — Palma de Mallorca
[Nosotros 166, marzo de 1923, 403-407]
Si encaráramos esta novela del señor Borges con el espíritu que ha dado en caracterizar a cierta crítica a la moda, hubiéramos dicho acerca de ella, sin ir más allá de la segunda página, que es una obra mala o pésima, pudiendo hacer gala con ello de cierta benevolencia entre los devotos, si los tiene, de esa crítica. Y hubiéramos dicho esto, pues la crítica de que hablamos encamina sus juicios sobre la obra a juzgar, teniendo en cuenta, en primer lugar, la mayor o menor cantidad de errores de imprenta que ostente, la calidad del papel en que ha sido impresa, y otros factores de no menor importancia para la mejor expresión del trascendente veredicto...
A decir verdad, esa crítica está integrada por otro factor cuya importancia, en cuanto a su mayor éxito se refiere, es imprescindible no desconocer: se trata de manifestar clara y abier­tamente, una animosidad hacia el autor cuya obra ha de juzgarse, animosidad que se evidencia en el deseo, no ocultado sino más bien gritado, de hallar defectos suficientes, a juicio del critico, para aniquilar la obra.
En verdad, nosotros creemos que no deja de ser llamativa esta actitud de demoledores; pero estimamos, no sólo que no es eficaz en nuestro medio, sino que sostenemos que ella es perniciosa y por completo contraproducente. Tan perniciosa y contraproducente que sólo la justificamos por una absoluta inconciencia en su autor o, también, por un calculado deseo de oponerse al progreso literario de nuestro país. Pero, seguramente, esa tendencia crítica no es sino el resultado de querer halagar los bajos gustos de ciertos grupos de literatos que en ninguna parte faltan. Porque fácil será para cualquiera comprender que en un país como el nuestro, en que nada hay hecho y todo está por construirse, se necesitan hombres que hagan obras, que produzcan algo, que se esfuercen por elevar nuestro nivel artístico, y no holgazanes que se distraigan tratando de anular en dos plumadas, por puro desplante, una obra que acaso represente un loable esfuerzo hacia la perfección artística, una compenetración del alma oscura de ciertos individuos o, sino, largas vigilias empleadas en la ardua tarea de bucear en la efímera historia de nuestro país, para sacar de ella algunas conclusiones que nos orienten en el estudio de nuestra propia literatura o del alma de nuestro pueblo.
De ahí que nosotros, al tomar como elemento de juicio, una obra cualquiera, lo hacemos animados del mejor espíritu, ávidos de hallar en ella valores que elogiar y no defectos seña­lables; además, creemos también que se hace mejor obra de orientación —y esa es la labor del crítico, a nuestro entender— elogiando los valores positivos y callando los defectos, que a la inversa.
Se comprenderá que hayamos hecho las disquisiciones antes apuntadas, pues la novela que nos ocupa —editada en Palma de Mallorca— está plagada de errores de imprenta, que por veces aparecen como defectos de sintaxis. Ello se explicará, acaso, por el hecho de haberse editado en una imprenta cuyos linotipistas —a pesar de estar bajo el gobierno del apuesto D. Alfonso—[9] no poseen el idioma castellano;[10] o quizás pueda culparse de esto, también, al autor, que de seguro no ha corregido las pruebas. ¡Y ya sabemos nosotros qué resulta de las pruebas corregidas por los empleados de las mismas imprentas! Y este defecto —abso­lu­tamente ajeno al valor intrínseco de la obra— para los críticos cuyas características más sobresalientes hemos señalado, sería lo suficiente como para no ocupar su maravilloso tiempo. Nosotros, en cambio, nos conformamos con lamentarlo de veras, pues ello atenúa la impresión de esta novela que posee mérito s indiscutibles.
El señor Jorge Borges, oriundo de la provincia de Entre Ríos, nos relata en El caudillo, una historia cuyo escenario es la provincia antes nombrada.
Si acaso no hay lugar a explayarse en esta reseña crítica acerca de su asunto, sencilla y vigoro-samente desarrollado, no podemos pasar por alto, en cambio, las relevantes cualidades del autor para pintar tipos, su forma bella y no exenta de profundidad para encarar los más arduos problemas y el personal e inconfundible estilo del señor Borges, estilo que resiste el embate temible de los copiosos errores de imprenta.
En El caudillo se advierte, en primer lugar, a un escritor en plena madurez espiritual; es esta obra, evidentemente, el producto de una vasta cultura y de un amplio ejercicio de la literatura, pues el señor Borges pone de manifiesto un espíritu sutil y observador, con un poco de poeta y otro poco de filósofo o, mejor dicho, se nos presenta como un filósofo-poeta. Para dar fe a esta afirmación nuestra, bastaría una sola frase de Dubois —especie de tipo autobiográfico y verdadero eje de la novela— cuando dice, por ejemplo, —glosando a Nietzsche y coincidiendo con Anatole France— que “si los elementos que forman el mundo son los mismos y son contados, el azar, el Dios o los dioses que los manejan, a la larga tendrían que combinarlos de la misma manera. Un paquete de cartas, por ejemplo, tiene un número limitado de com­binaciones, que forzosamente deberán repetirse, si poseemos el tiempo y la paciencia nece­sarios. ¿Por qué hemos de sorprendernos si la partida actual, en que entramos ustedes, yo y las circunstancias que nos rodean, se ha jugado ya muchas veces? Quizás nos encontremos en el sendero infinito del tiempo, y de aquí muchos millones de años, yo, como ahora, discuta con ustedes”. Y luego corona su pensamiento filosófico en esta forma, que denota fácilmente la angustia de una exquisita sensibilidad poética que se rebela contra la desoladora convicción del filósofo : “Hay algo de terrible en la idea de que estamos condenados a vivir en un círculo, pasando y repasando indefinidamente los mismos puntos. A veces, pesa sobre mí una vejez eterna; tengo la sensación de que todo es viejo y gastado, que jamás encontraré algo nuevo.”
Al novelista lo hallamos bien definido en la impecable descripción de la tormenta. Y allí mismo se nos presenta de nuevo el filósofo-poeta. Ya nos dice, mientras se prepara el aguacero, que “el amor de las mujeres, grande en su egoísmo, terrible en su sacrificio, sobrepasa el enten­dimiento humano. Es una fuerza elemental y primitiva como el agua, el aire o la tierra. Es inexplicable y misterioso como el dolor y la muerte”.
Y luego, con más fuerza, en toda su plenitud acaso, se nos manifiesta cuando la tormenta, ya desencadenada, arrastra el gran puente que era la coronación gloriosa de toda una vida: la vida del Gringo. Y allí estaba él, el Gringo, “espectante y mudo”, contemplando el desastre, sin advertir que “la lluvia torrencial cargaba como un peso sobre sus hombros, dificultándole la respiración” y ve el Gringo, junto a las aguas que corren sin dique que se le oponga, toda su vida, cual si fuera su imagen proyectada en un espejo. Y ante el desastre, que también ha de arrollar su propia vida, por primera vez miró hacia atrás; y ello para decir, generosamente arrepentido, que “la vida es un error, un estúpido amontonamiento de basura, que al final estorba y ahoga”.
¡El Gringo! He ahí un tipo magistralmente pintado. El es el prototipo del emigrante que aban­donó su patria un día, olvidando familia y afectos, para lanzarse a correr por el mundo, llena la mente de proyectos fabulosos, entre los que no falta el de la conquista de una enorme fortuna para tornar a la patria, henchido de orgullo, junto a la viejecita, que ya no ha de volver a ver seguramente... Y comienza entonces el interminable peregrinaje por tierras extrañas, siendo en todas partes y para todos, un extraño, un hombre que vive para sí mismo, fuera del ambiente que lo rodea, maguer sus esfuerzos de adaptación. En su vida consigue hacer varias fortunas que luego destruye con más facilidad que la empleada para construirlas. Y cuando llega a una cierta edad, aterrado de su solitario aislamiento, mira por primera vez hacia atrás, y se espanta de lo efímero que es su pasado, sintiendo la ineludible necesidad de perpetuarse en algo: en un hijo, en una obra de arte, en un edificio, en algo, en fin, que lo recuerde ante las generaciones venideras.
Por eso el gringo, ante el inminente derrumbe de su última esperanza, comprendió que “su nombre, fortuna y porvenir, estaban allí, temblando en las pilas y los arcos, a merced de las aguas enconadas”. Y ya demasiado viejo para sufrir la terrible catástrofe, las reflexiones del Gringo no podían ser sino amargas, desoladoras. Y así, ante su obra destruida, “no com­pren­día, tal vez, que en el vasto enredo de las cosas, la capacidad individual, grande o pequeña, alentada o contrariada, es mero expediente o andamiaje; que toda ambición es temporal y provisoria; que lo real y definitivo está siempre delante de nosotros en hipotéticos futuros; que fracaso y éxito no son términos que distinguen realidades opuestas, sino fases de una misma cosa; mas le era claro que estaba destruído y cansado, que en torno de él, todo gritaba aburrimiento y tedio; que la vida, de ser merecedora de ser vivida, es cosa que se arranca con inteligencia, fuerza y coraje, no la pitanza que recibe la mano temblorosa del mendigo”.
Y por obra de la fatalidad implacable —que vaga como un espectro por toda la obra del señor Borges— la vida llena de sacrificios y sinsabores de este hombre que era conocido con el mote un tanto despectivo de “el Gringo”, terminó en el fondo de un arroyo, pisoteado por dos peones que no quisieron darle sepultura, so pretexto de que nadie valoraría ese trabajo.
Pero también el poeta se define clara, nítidamente en este libro. Hoy que, a decir verdad, debemos confesar con un tanto de rubor, que las metáforas y las imágenes —base de la poesía y de toda literatura— han sido relegadas a segundo plano, cuando no olvidadas, hasta por los poetas —dedicados a la tontería del sencillismo,—[11] consuela ver que hay un escritorque se preocupa por su exal­tación. Así el señor Borges, con una originalidad y pureza intachables, ha matizado bellamente su libro, con una gran profusión de metáforas e imágenes. Y es esto lo que da a su estilo un carácter personal e inconfundible.
En la página 7, por ejemplo, nos habla de “el camino polvoriento que al surgir del monte, divide el matorral, para hundirse en el tajo del arroyo y luego perderse en un hilito, rumbo a la ciudad”; y nos dice, después, de un puente que cicatriza el arroyo; asimismo, en la página 24 nos da esta impresión notable de aplastamiento doloroso y triste, relatándonos un cre­púsculo en el campo: “de la llanura adolorida por el triste mujido de infinitas haciendas, surgía el confuso espectro de la noche”. No queremos excedernos en la transcripción de metáforas e imágenes, por cuanto las transcriptas bastan para dar una idea del temperamento poético del señor Borges, que es autor de una excelente sino copiosa producción poética.
Hemos dicho que las imágenes del señor Borges son originales. En efecto, es esta una cualidad que está a la vista del más inexperto. En estos tiempos en que triunfa la literatura semanal, en reemplazo de la literatura por entregas, todo lector, hasta el más culto, se ha habi­tuado a leer esas imágenes horriblemente visuales que se han tornado —por su exage­rado uso— en lugares comunes, y que nos aventuramos a decir que son anti-poéticas. De ahí que estas metá­foras, intuitivas y delicadas, que hallamos en El Caudillo, acaso choquen a la sensi­bilidad ya casi atrofiada del lector desprevenido. Y es nuestra convicción que ellas son el producto de la nueva inquietud espiritual que tiende a reformar la lírica sobre la base, precisamente, de las metáforas e imágenes.
El capítulo XX de El Caudillo, es, quizás, el que mejor nos orienta en cuanto a la fina sensibilidad del señor Borges. En él nos presenta en la soledad de la alcoba a una joven pareja que ha de llenar sus necesidades instintivas.
El señor Borges toma a los personajes en su intimidad; escruta su pensamiento; concorde con el pensamiento moderno; entiende que aún la persona menos culta está influenciada por la evolución y el refinamiento de ideas, es decir, cree que la sensibilidad cambia, se transforma; que aún en los casos extremos, imperan otros valores, aparte de los puramentos instintivos; que la cultura de un individuo no es cosa que se desecha en la primera oportunidad, sino que, a la larga y sin que lo advirtamos va formando nuestra sensibilidad, nuestra forma de obrar en cada caso, imponiéndose, casi siempre, a las fuerzas del instinto.
¿Y qué otra cosa que la supremacía del espíritu sobre el instinto, es lo que se proponen las civilizaciones? Así, Dubois, ante el cuerpo de Marisabel que se le brindaba como una rosa demasiado abierta, no podía pensar solarnente que ante él no había sino un cuerpo de hembra que se aprestaba a satisfacer sus “urgencias masculinas”, como diría Lugones; en razón de su cultura y de su sensibilidad finamente educada él debió mezclar la voluptuosidad instintiva del acto, con toda la poesía con que puede orlarse. Para dar una idea de todo lo bien que está descripta esta escena, tomaremos uno de sus momentos:
—“Bésame —murmuró Marisabel, doblegándole al yugo de sus brazos. —Así yo te he soñado, así yo te he querido— le dijo en una voz llena y suave que subrayaba cariñosa las palabras y aún las sílabas, deteniéndose en cada una de ellas como si rezara un rosario de amor. Fuera, en la noche, las palomas daban fin a su querella amorosa y las notas metálicas de la guitarra se desleían en el aire; pero nada oyó Dubois. Todo su ser era sacudido por el salmo de su deseo y la ternura de Marisabel que parecía decirle: —Soy tuya. En mi rostro, la primavera de las rosas es eterna; el sol de mis ojos no se abate nunca. He escuchado de los labios del mundo el cantar de amores y lo he amasado en besos para que tú lo comprendas mejor. Las manzanas de mi pecho maduraron en el huerto del Paraíso. Soy la seda de los nidos, la sombra adormecida bajo el bochorno solar. Si buscas la belleza, yo soy la perfección del espejismo que persigues. Una sola curva de mi cuerpo, vaso sagrado, arca de los destinos de la raza, refuta el saber de tu vetusta filosofía y es la estética misma de las academias. Soy creación de lo infinito y de lo eterno; abandóname y has repudiado tu herencia; y el polvo de los áridos caminos te verá pasar, vagabundo, sin hogar. Bálsamo soy, y soy ternura; mis brazos abiertos para ti, mi prometido, son cruz de salvación: sálvate en ellos”.
¡Qué pureza de lenguaje! ¡Qué dominio del valor de las palabras y de las frases ! Véase con qué precisión las situaciones se van caldeando lentamente, siguiendo el curso que recorren en la realidad misma. Ninguna brusquedad, ningún escollo en su escala ascendente. En el último momento, naturalmente, Dubois, como todo individuo, advierte lo efímera y acaso torturante que es la cultura en ciertos casos, y entonces se ofusca y olvida prejuicios de toda índole. Y así, “sintióse caer, caer muy hondo en la matriz del tiempo. Los siglos se despren­dieron de sus hombros hasta hacerle golpear con su cuerpo en los cimientos básicos. Hallóse fundido en la primera arcilla complicada y pulida por las edades, apiladas con dolor, miedo y hambre, frente a los dioses que le crearon. Y gozó entonces a la mujer que lo esperaba, vaso de la vida que debe ser llenado, ofuscado por la visión del mañana, del tiempo y del espacio que han de llenarse con los gritos discordantes de las generaciones. Vana labor en verdad, y, sin embargo, guardada y protegida con infinita ciencia e infinito trabajo, amasada con todas las gracias de la belleza y con toda la sal de las lágrimas.”
Tenemos la convicción de que hay en el autor de El Caudillo, un poeta, un filósofo y un novelista, los tres dotados de una claridad que es patrimonio de los cerebros que han llegado a una madurez en la que se poseen las cualidades espirituales perfectamente definidas.

Bibliografía
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García, Carlos (2016): “Jorge Guillermo Borges, un apacible señor argen­tino. Reseña de: La senda. Introducción y notas: Daniel Balderston y Sarah Roger. Transcripción y edi­ción: María Julia Rossi. Pittsburgh: Borges Cen­ter, Uni­ver­sity of Pitts­burgh, 2015, 128 p.”: Badebec 10, Rosario, marzo de 2016, 171-175; Borges, mal lector y otros textos. Córdoba: Alción editora, 2018, 369-374; ligeramente actualizado en julio de 2020, en el muro de Patricia Damiano en Facebook: “Borges todo el año”.
García, Carlos (2020a): Ultraísmos, 1919-1924. Sevilla: Renacimiento, 2020.
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Vaccaro, Alejandro: Georgie, 1899-1930. Una biografía de Jorge Luis Borges, I. Buenos Aires: Editorial Proa / Alberto Casares, 1996.
(Hamburg, julio de 1996 / 15-VII-2020)
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[1] Al respecto, cf. Carlos García: “Gui­llermo de Torre en Cosmópolis (1919-1922, 1930)”, en García 2020a, capítulo 3.
[2] Sobre los primeros dos, hay material en mi libro Ultraísmos (1919-1924). Sobre el tercero, véase Manuel Forcada Cabanellas: De la vida literaria. Testimonio de una época [1941; 2020]. Me ocupé de la revista rosarina Nun, dirigida por Forcada, en un artículo escrito para la página web [www.ahora.com.ar].
[3] Véase en el Apéndice 2 la reproducción de esa tem­prana reseña, poco divul­gada. En cuanto a Ortelli, cf. “Periferias ultraístas: Guillermo de Torre y Roberto A. Ortelli (1923)”: García 2020b, capítulo 7.
[4] Jorge Luis leyó mucho en este libro (en la edi­ción de 1870) hacia 1920, según se desprende de una carta suya a Maurice Abramowicz, sin fecha, de la segunda mitad de septiembre de 1920 (Borge: Cartas del fervor, 1999, 100). Es de imaginar, por ello, que los Borges dispo­nían de un ejemplar de esta obra durante su estan­cia en Eu­ropa.
[5] Adolphe Thiers (1797-1877) escribió una monumental Histoire de la révolu­tion fran­çaise en 10 tomos (1823-1827), y una suerte de continuación, His­toire du Con­sulat et de l'Empire (1845-1869).
[6] El mismo giro aparece en la corresponden­cia de Macedonio Fernández. En carta a Natalicio Gon­zález, sin fecha, pero de hacia 1951, Macedonio escribe que recorrió Pa­raguay en su gran “crisis de los 22 años, cuando yo era anar­quista spen­ceriano” (Epis­tolario, Obras Completas II, 72). Fi­gura, igualmente, en una con­tribución para la Revista Oral de Alberto Hidalgo (1926), re­produ­cida en Papeles de Recienvenido y Con­tinua­ción de la Nada (1967; Obras Com­pletas IV, 46; III, 116): “En aquel tiempo yo era so­cia­lista y materialista, hoy soy anarquista spence­riano y místico”.
[7] Véase mi reseña de ese libro póstumo en García 2016.
[8] Cf. Jorge L. Borges: “Paréntesis pasional" (Grecia 38, Se­villa, 20-I-1920): “A mis pies vibran la Ciudad y las Montañas y el Río de Plata que Siete Puentes ci­c­a­tri­zan.” No es casual que Ortelli, por esos días fanático ultraísta, mencione en su re­se­ña esta me­táfora entre las mejores del libro.
[9] Alude irónicamente al rey Alfonso XIII.
[10] No lo “poseen” porque su lengua es el mallorquín, una variante local del catalán.
[11] Véase el comentario crítico de Guillermo de Torre: “Gestos polémicos: El Ul­traísmo contra el Sencillis­mo. (Réplica a Vi­cente Me­dina)”: Proa 2, Buenos Aires, diciembre [en realidad, fin de noviembre] de 1922, 1.