Carlos García
(Hamburg)
[carlos.garcia-hh@t-online.de]
Borges: metáforas de la ignominia. Confidencias de un lector
[Publicado el 9-IV-2010 en https://patriciadamiano.blogspot.com/]
Patricia Damiano me solicitó que escogiera un texto de Borges para presentarlo en su blog, o que,
en su defecto, aportara un trabajo propio. Me decidí por un camino intermedio:
comentaré en lo que sigue una cita de Borges, no sin saber que mis aptitudes,
si acaso tengo alguna, son de otro orden.
El Borges anciano,
el de la fama a menudo equívoca, descreía del valor literario de su obra
juvenil. Yo no comparto ese juicio: considero, más bien, que en varios de sus
textos primerizos hay hallazgos verbales e ideas que estaban muy por encima de
las opiniones y logros del Borges de los 70 en adelante.
De entre esos
trabajos tempranos sobresalen los que dedicó a estudiar la metáfora. El tema ya
ha sido abordado por diversos especialistas (y hasta por mí en un trabajo de 2005).[1] Pero lo que ahora me interesa no es el estudio sesudo de ese recurso retórico
a lo largo de su obra, aunque sea esa una tarea meritoria, sino apenas
intentar comprender el por qué del goce estético que me suscita, cada vez que
lo leo, este pasaje de “Palabrería para versos”, de 1926.
El mundo aparencial es complicadísimo y
el idioma sólo ha efectuado una parte muy chica de las combinaciones
infatigables que podrían llevarse a cabo con él. ¿Por qué no crear una palabra,
una sola, para la percepción conjunta de los cencerros insistiendo en la tarde
y de la puesta de sol en la lejanía? ¿Por qué no inventar otra para el ruinoso
y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles? ¿Y otra para la
buena voluntad, conmovedora de puro ineficaz, del primer farol en el atardecer
aún claro? ¿Y otra para la inconfidencia con nosotros mismos después de una
vileza?
Desde luego, hay en ese desideratum de Borges algo del “idioma analítico de John Wilkins”, quien conformó palabras que contenían en sí mismas, por el orden de sus sílabas, todo lo que debía saberse de ellas: el género, la cantidad, si eran verbo o sustantivo, a qué parte de las tantas en que se dividía y subdividía el universo se referían, y demás. Todos los autores llegados a mi conocimiento que se ocupan de este pasaje, lo hacen desde el punto de vista técnico, y discuten la posibilidad o imposibilidad de crear un idioma artificial; alguno hasta supuso que Borges hubiese propuesto seriamente algo así. Tengo para mí que Borges sabía que esas palabras port-manteau llevadas al paroxismo generan ásperas monstruosidades. La mera idea de una lengua de esa clase es más inteligente y bella que su posible realización, quizás impronunciable.
Decir apenas, como dije arriba, “goce estético” resta
méritos al texto, que contiene mucho más:
Por un lado, claro,
roza el delirio que habita a cualquier poeta de valía: la desmedida soberbia
de suponer que se podría aprehender siquiera la menor parte del universo por
medio de la palabra, la gloriosa ingenuidad de creer que hay un mot juste para todo lo que nos rodea y
sucede. Pero se disculpa: el poeta debe
creer en todo ello, aunque fracase una y otra vez, porque, como el Sísifo de
Camus, debe perseverar constante y dichoso en su interminable tarea.
Por otro lado, el texto
utiliza un lenguaje muy evocador, muy preciso, a pesar de que describe o evoca ambientes
mortecinos, umbrales furtivos y perecederos: ni el neto día ni la negra noche,
sino el inminente amanecer, un sol desleído, indecisas luces de arrabal:
invitaciones a la melancolía, puesta en escena de lo transitorio.
En algunas de esas
frases creo discernir, además, el retrato psicológico de alguien que ha cargado
culpa sobre sí, real o imaginaria.
¿Viene esa persona de
alguno de esos lupanares que Borges acostumbraba visitar hace un siglo en
España? ¿O se trata de una debilidad no de la carne, sino del temple? ¿Es su
figura acaso uno de esos felones como el que mata a traición al Corralero en un
relato demasiado famoso y muy poco comprendido? Quizás ha engendrado y ha
matado en esa misma aciaga noche, abusando de una simetría cara al Borges
posterior.
Para mí, la cima de
todo el párrafo es el sabio e incomparable final: “la inconfidencia con nosotros
mismos después de una vileza”. Nótese que no dice, como podría haber hecho,
“consigo mismo”, sino “con nosotros mismos”. Nos tiñe de infamia, nos mancha
de complicidad. Pero dejando de lado esa puñalada: en esa frase hay toda una
novela rusa, una novela psicológica, una de carácter y un Bildungsroman.
Ignoro qué tortuosos
caminos, qué experiencias malsanas insuflaron en el jovencísimo Borges esa
sabia observación, dicha como al pasar, pero que cala tan hondo.
Lo que sí sé, y solo
hasta aquí llegará la confidencia del subtítulo, es que he sentido alguna vez
esa pesadumbre, ese silencio interior, esa vergüenza de no poder mirarme a los
ojos. Nunca tuve palabras para nombrarla, hasta que leí ese magnífico texto de
Borges.
(Hamburg, 6-IV-2020)
....
[1] “Borges: ‘Examen de metáforas (Ms)’: edición crítica y anotada”: Walter
Carlos Costa, organizador: “Jorge Luis Borges”: Fragmentos. Revista de Língua e Literatura Estrangeiras, Universidad
Federal de Santa Catarina 28/29, Florianópolis, enero-diciembre de 2005
(mayo de 2006), 199-212; ahora, en versión actualizada, en mi libro Borges, mal lector y otros textos
(1996-2018). Córdoba: Alción Editoria, 2018, capítulo 18.
Excelente. Ahora que lo decís, sería raro que Borges no haya querido enhebrar en esa enumeración momentos de una historia suya, o de cualquiera.
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