domingo, 12 de abril de 2020

Mi útimo poema (1994, 1999)


Carlos García (Hamburg)

Mi útimo poema (1994, 1999)

La poesía no es lo mío. Prefiero, como lector y como autor, la prosa. De joven, sin embargo, comencé escribiendo poesía. Pergeñé, calculo, poemas suficientes para componer uno o dos libros. Ninguno de ellos tenía valor; si acaso, algunos versos sueltos, una que otra metáfora: lo que cualquiera puede hacer.
Ya mayor, y radicado en el extranjero, cada vez que atravesaba circunstancias difíciles, cada vez que se acababa un capítulo de importancia existencial en mi vida, renacía en mí la nostalgia del país aban­donado en 1977 y la tentación del regreso.
Eso me ocurrió por última vez hace ya dos decenios, en 1999. Por esos días resu­cité mi último poema, de 1994, en carta a una entra­ñable amiga argentina, cuya copia acabo de encontrar entre mis papeles.
Coqueteaba allí, como muchos otros antes y después, ha­ciendo una ilegítima comparación entre mi suerte y la de Ovidio, el poeta ro­mano deste­rrado por Au­gusto. Este era el poema:

Vanamente

Tristia
Como Ovidio, arrojado del ingenuo paraíso
            desterrado a orillas de un bárbaro mar,
Como Ovidio, solo entre pueblos innombrables,
            por único lujo la memoria
Como Ovidio, que añora la Roma que sus ojos
            no volverán a ver
Como Ovidio, que espera y adula y escribe y maldice y espera
Como Ovidio, desterrado del último lujo
            arrojado entre pueblos bárbaros
            a orillas de un mar innombrable
Como Ovidio, que escribe y espera en una lengua
            que nadie le entiende
Como Ovidio...

Anticipándome a la eventual pregunta de la amiga, le remití el siguiente escolio.

¿Por qué Ovidio? Me fascinó el trágico sino que quebró su vida. Pro­cedente de una familia noble, tuvo una in­fan­cia muelle y letrada. Por consejo del padre se dedicó a la abogacía, sin pasión y sin mu­cho éxito; abandonó pronto, sin remor­dimiento, la prác­tica jurídico-política en favor de la literatura. Como él mismo dice, no sin orgullo: ya desde joven, todo lo que es­cri­bía se convertía en verso, (Tris­tia IV 10, 26: “et quod temptabam scribere versus erat”).
Conoció a todos los grandes poetas de su época: vio a Vir­gilio, fue amigo de Horacio, Tíbulo, Propercio y muchos otros. No fue, en ese excelso grupo, el me­nor. Él mis­mo fue mimado por la sociedad romana, de cu­ya jeunesse dorée for­maba parte.
Ovidio mar­­chó durante años de triunfo en triunfo con sus cultas y aladas com­po­si­cio­nes: A­mo­­­­res, Heroides, Medi­ca­mina, Ars ama­toria, Remedia amoris...
El poeta, entre tanto maduro, trabajaba en la Meta­mor­fosis y los Fasti, cuando de re­pente, sin previo aviso, es herido por el rayo de Augusto. Ovi­dio tenía en ese momento alre­dedor de 51 años; le quedaban unos 10 u 11 por vivir.
No se sabe exactamente qué ocurrió. Parece que Ovidio vio algo que no de­bía haber visto, quizás rela­cionado con la vida licenciosa de una nieta del empera­dor; tal vez lo relató de manera cifrada en alguna de sus obras, acusadas brus­ca­mente de ser obscenas y licenciosas. Apenas escapa de ser conde­nado a muerte. En vez de ello, el Cé­sar dicta una sentencia casi peor: lo expulsa de Roma, en una rara especie de exilio de por vida, di­fe­rente de él, apenas, porque al reo se le permite conser­var sus po­se­­sio­nes (la institución se lla­ma­ba relegatio; era apli­cada, sobre todo, en casos de fornicación, calumnia y hechicería).
Mientras sus libros son reti­ra­dos de las bibliotecas pú­­blicas, Ovidio es destinado al úl­timo confín del imperio, a orillas del Mar Negro, entre los bárbaros Guetos (en lo que hoy es Rumania): de la cima de la cúspide en el centro de la cultura de la época al borde más cruel, inestable e in­hós­pito del reino.
De nada sirve que Ovidio amenace, in­sulte y maldiga a quien lo calumnió y desea robarle aho­ra sus po­se­siones (Ibis). De na­da ser­vi­rán, tampoco, las mu­chas y conmovedoras car­tas poé­ti­cas (Tristia, Epis­­­tulae ex Ponto) enviadas desde el fondo del abismo: ni Augusto ni sus sucesores lo res­ca­tarán del olvido. Él, el poeta más elegante de su tiempo, se ve despojado de la lengua mater­na, del refina­mien­to de la capital y de su público. Llega a es­cri­bir en el idioma ver­­náculo, y hasta recita un poema en su tosca lengua a los gue­rre­ros de Tomis,[1] pero esa jeringoza no está en con­di­cio­nes de suplantar el dulce latín de sus triunfos juveniles. Morirá amar­gado y ven­cido fuera de su patria, sin haberla visto en un largo de­cenio.
Conmueve la caída del poeta, los repetidos pedidos de au­xilio que remite a su mujer, a sus amigos, las imprecaciones contra los enemigos, los fútiles ruegos de gracia al em­perador de turno, las cam­bian­tes retóricas con que inútilmente prue­ba suer­te.
Se nota en todo ello al escritor profesional, que maneja a discreción to­dos los topoi, pero por debajo de ellos, se advierte una des­es­pe­ra­ción ver­dadera. Para­dó­ji­ca­mente, la forzada distan­cia convierte al mero letrado dueño de un estilo en un ser humano doliente, en una per­sona que sufre y canta su sufrir. Tristia es una de sus mejores obras. Ovidio no es en primera lí­nea, para mí, ni el autor de la Me­tamorfosis, ni el de los deli­cio­sos libros eróticos (aunque disfruté en su mo­mento de todos ellos), sino el hombre des­­ga­rrado por la lejanía de lo que fuera su mundo, por la expul­sión de su pa­raíso.
(Hamburg, 1999-2019)
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[1] Ovidio no pier­de ocasión de señalar los peligros del fronterizo te­rritorio en que vive, siempre en armas, a la es­pera de agre­sores que no tardan en llegar. Él mismo, hecho para las fi­nas sá­banas ro­ma­nas, para los banquetes y el lujo, debe hacer guardia. En cierta ocasión, cuando re­cita su poe­­ma “inter in­hu­manos ... Getas” [es decir, entre los in­­fra­hu­manos bár­ba­ros] y es­tos asien­ten con la cabeza, se mueven también las flechas en el car­caj que llevan a la espalda (Epis­­­tulae ex Ponto IV 13, 22 y 35) – perspicaz observación digna de Homero.

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