Carlos García
(Hamburg)
Mi útimo poema (1994, 1999)
La poesía no
es lo mío. Prefiero, como lector y como autor, la prosa. De joven, sin embargo,
comencé escribiendo poesía. Pergeñé, calculo, poemas suficientes para componer
uno o dos libros. Ninguno de ellos tenía valor; si acaso, algunos versos
sueltos, una que otra metáfora: lo que cualquiera puede hacer.
Eso me ocurrió
por última vez hace ya dos decenios, en 1999. Por esos días resucité mi último
poema, de 1994, en carta a una entrañable amiga argentina, cuya copia acabo de
encontrar entre mis papeles.
Coqueteaba
allí, como muchos otros antes y después, haciendo una ilegítima comparación
entre mi suerte y la de Ovidio, el poeta romano desterrado por Augusto. Este
era el poema:
Vanamente
Tristia
Como Ovidio, arrojado del ingenuo paraíso
desterrado
a orillas de un bárbaro mar,
Como Ovidio, solo entre pueblos innombrables,
por
único lujo la memoria
Como Ovidio, que añora la Roma que sus ojos
no
volverán a ver
Como Ovidio, que espera y adula y escribe y maldice
y espera
Como Ovidio, desterrado del último lujo
arrojado
entre pueblos bárbaros
a
orillas de un mar innombrable
Como Ovidio, que escribe y espera en una lengua
que
nadie le entiende
Como Ovidio...
Anticipándome
a la eventual pregunta de la amiga, le remití el siguiente escolio.
¿Por qué
Ovidio? Me fascinó el trágico sino que quebró su vida. Procedente de una
familia noble, tuvo una infancia muelle y letrada. Por consejo del padre se
dedicó a la abogacía, sin pasión y sin mucho éxito; abandonó pronto, sin remordimiento,
la práctica jurídico-política en favor de la literatura. Como él mismo dice,
no sin orgullo: ya desde joven, todo lo que escribía se convertía en verso, (Tristia IV 10, 26: “et quod temptabam
scribere versus erat”).
Conoció a
todos los grandes poetas de su época: vio a Virgilio, fue amigo de Horacio,
Tíbulo, Propercio y muchos otros. No fue, en ese excelso grupo, el menor. Él
mismo fue mimado por la sociedad romana, de cuya jeunesse dorée formaba parte.
Ovidio marchó
durante años de triunfo en triunfo con sus cultas y aladas composiciones: Amores, Heroides, Medicamina, Ars amatoria, Remedia amoris...
El poeta, entre
tanto maduro, trabajaba en la Metamorfosis
y los Fasti, cuando de repente, sin
previo aviso, es herido por el rayo de Augusto. Ovidio tenía en ese momento
alrededor de 51 años; le quedaban unos 10 u 11 por vivir.
No se sabe exactamente
qué ocurrió. Parece que Ovidio vio algo que no debía haber visto, quizás relacionado
con la vida licenciosa de una nieta del emperador; tal vez lo relató de manera
cifrada en alguna de sus obras, acusadas bruscamente de ser obscenas y
licenciosas. Apenas escapa de ser condenado a muerte. En vez de ello, el César
dicta una sentencia casi peor: lo expulsa de Roma, en una rara especie de
exilio de por vida, diferente de él, apenas, porque al reo se le permite
conservar sus posesiones (la institución se llamaba relegatio; era aplicada, sobre todo, en casos de fornicación,
calumnia y hechicería).
Mientras sus
libros son retirados de las bibliotecas públicas, Ovidio es destinado al último
confín del imperio, a orillas del Mar Negro, entre los bárbaros Guetos (en lo
que hoy es Rumania): de la cima de la cúspide en el centro de la cultura de la
época al borde más cruel, inestable e inhóspito del reino.
De nada sirve
que Ovidio amenace, insulte y maldiga a quien lo calumnió y desea robarle ahora
sus posesiones (Ibis). De nada servirán,
tampoco, las muchas y conmovedoras cartas poéticas (Tristia, Epistulae ex
Ponto) enviadas desde el fondo del abismo: ni Augusto ni sus sucesores lo
rescatarán del olvido. Él, el poeta más elegante de su tiempo, se ve
despojado de la lengua materna, del refinamiento de la capital y de su
público. Llega a escribir en el idioma vernáculo, y hasta recita un poema
en su tosca lengua a los guerreros de Tomis,[1]
pero esa jeringoza no está en condiciones de suplantar el dulce latín de sus
triunfos juveniles. Morirá amargado y vencido fuera de su patria, sin haberla
visto en un largo decenio.
Conmueve la
caída del poeta, los repetidos pedidos de auxilio que remite a su mujer, a sus
amigos, las imprecaciones contra los enemigos, los fútiles ruegos de gracia al
emperador de turno, las cambiantes retóricas con que inútilmente prueba
suerte.
Se nota en
todo ello al escritor profesional, que maneja a discreción todos los topoi, pero por debajo de ellos, se
advierte una desesperación verdadera. Paradójicamente, la forzada
distancia convierte al mero letrado dueño de un estilo en un ser humano
doliente, en una persona que sufre y canta su sufrir. Tristia es una de sus mejores obras. Ovidio no es en primera línea,
para mí, ni el autor de la Metamorfosis,
ni el de los deliciosos libros eróticos (aunque disfruté en su momento de todos
ellos), sino el hombre desgarrado por la lejanía de lo que fuera su mundo,
por la expulsión de su paraíso.
(Hamburg,
1999-2019)
.....
[1] Ovidio no
pierde ocasión de señalar los peligros del fronterizo territorio en que vive,
siempre en armas, a la espera de agresores que no tardan en llegar. Él mismo,
hecho para las finas sábanas romanas, para los banquetes y el lujo, debe
hacer guardia. En cierta ocasión, cuando recita su poema “inter inhumanos
... Getas” [es decir, entre los infrahumanos bárbaros] y estos asienten
con la cabeza, se mueven también las flechas en el carcaj que llevan a la
espalda (Epistulae ex Ponto IV 13,
22 y 35) – perspicaz observación digna de Homero.
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